De la poesía y otros demonios
Axl Bernal, Comunicación Social y Periodismo
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Ni el arte se salva de la arbitrariedad. Eso encarna el caso de Jesús Espicasa, otro ‘infractor’ del Código de Policía que fue multado en la ciudad por "traficar poemas".
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Foto: opinioncaribe.com
“Pocas cosas desmoralizan más que la injusticia hecha en nombre de la autoridad y la ley”. Esta frase de Concepción Arenal llegó a mi cabeza al enterarme de lo que le sucedió a Jesús Espicasa, un joven poeta a quien le impusieron un comparendo por invasión del espacio público en el parque de Usaquén, Bogotá. Multa tipo 4 del Código de Policía, la más alta (833.000 pesos); se la pusieron justificando, con tono de burla, que era un “traficante de poemas”. Jesús aprendió, junto con aquellos que nos enteramos de su caso, que en Colombia es un delito contra la seguridad y la convivencia rebuscarse el pan trabajando honradamente, o lo que es peor, haciendo arte; pero, eso sí, se acepta como algo normal, porque la ley lo ampara, que la ‘autoridad policial’ cometa injusticias arbitrariamente contra la ciudadanía.
El problema no radica en la ley directamente, viene de aquellos quienes escudados en esta cometen injusticias sociales. El nuevo Código de Policía, sin duda, representa una herramienta para que los ciudadanos eviten incurrir en actividades que suponen un riesgo real para otras personas, además de significar, con la implementación de las multas, un ingreso monetario que desde el 2016, conforme dice la Ley 1801 en el artículo 180, tiene que ir dirigido a “proyectos pedagógicos y de prevención en materia de seguridad”. La deficiencia que este código tiene está en los vacíos jurídicos contenidos en su letra; vacíos que dejan elementos de juicio en manos de las ‘autoridades’. Son pues los policías mismos quienes al final escogen a quién le ponen un comparendo y a quién no, porque hasta allá no resuelve lo que está en el papel. Es entonces cuando ocurren casos como el de Jesús Espicasa: cuando comienza a cuestionarse la justicia.
Hay que ser muy poco crítico, o muy poco ético, al pensar que es justo imponer una multa, argüida descaradamente por cualquier falta contemplada en el Código de Policía -para proteger ‘la convivencia y la seguridad’-, a un joven que ‘trafica poemas’ (nótese el cinismo), a una estudiante de artes plásticas que lleva un bisturí de papelería en su maleta, a dos Palenqueras que venden frutas, o, más irrisorio aún, a una persona que compra una empanada en la calle.
Es difícil creer que en Colombia, un país con una tasa nacional de desempleo del 12.4% y una percepción de incremento de la inseguridad de un 78% en las principales ciudades del país, según la última encuesta Gallup; varias personas piensen que la solución necesaria a las problemáticas sociales, puntualmente las de convivencia, radica en cumplir la ley al pie de la letra y en enfocar esfuerzos para controlar e intervenir en situaciones tan nimias. Quienes piensan esto estarían entonces cayendo en lo que Gaitán denominó “la conquista técnica”, que en esencia no es más que la ley por sobre lo verdaderamente justo. No es así, necesitamos más sensibilidad, sentido común. Las cosas no están bien, y si el Gobierno no garantiza todo lo que la ley estipula, mucho menos puede afectar los recursos gracias a los cuales la gente busca por su cuenta lo que les corresponde por derecho.
El artículo 218 de la Constitución habla de las funciones de la Policía Nacional, refiriéndose a esta institución como la encargada de garantizar el ejercicio de los derechos y las libertades públicas, y asegurar que los colombianos convivan en paz mediante el control social. Casi utópico, nada más alejado de lo que reflejan casos como el de Jesús. La realidad es diferente. Es la institución, en gran parte, la que va en detrimento de la convivencia y parece olvidar lo que realmente afecta la seguridad, por eso ha perdido legitimidad (como la Fiscalía, el Congreso y hasta el Gobierno). Un porcentaje significativo de policías actúa malintencionadamente, aprovechando las facultades que brinda la ley. La autoridad debe inspirar respeto, no miedo. Y ese respeto se imparte desde el ejemplo, ¿dónde queda, pues, la autoridad moral?
Es necesario que el Gobierno brinde una solución permanente a esta problemática. En Australia, por ejemplo, aproximadamente en el año 2002 comenzó a regir una reforma a los programas de formación de los policías. Desde ese año les exigían una carrera profesional, les obligaban a asistir a cursos de formación sobre competencias cívicas y en capacitaciones de liderazgo y responsabilidad social. Algo parecido debería implementarse en nuestro país. Así los policías desde la formación, y posteriormente en el desempeño de su labor, aprenderían a ser más conscientes de cuán importante es articular justicia con autoridad.
La situación tiene que cambiar, de lo contrario, será la injusticia misma la que siga reinando en las calles; ahora no por culpa de los malhechores exclusivamente, sino también por causa de una institución que ha perdido poco a poco su legitimidad debido al uso arbitrario de la autoridad y la falta de ética de unos de sus miembros a la hora de dirimir cuál es la mejor solución frente al actuar de los ciudadanos de a pie. Los mismos ciudadanos que buscan salida por donde pueden de aquello que en muchos casos ni siquiera el Estado les brinda. Esos que como Jesús Espicasa son buen ejemplo en medio de una sociedad para la cual la justicia es cada vez menos importante... tanto como la poesía misma.