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Georgina Pérez: "Ser de Venezuela no me hace ni mejor ni peor persona" (Venezolanas en el exilio)

Natalia Bustos e Isabela Granados

Entre los cientos de migrantes que cruzaban a diario la frontera con Venezuela, hay mujeres que han tenido que adaptarse a una nueva condición de vida para obtener lo necesario para sobrevivir. Presentamos la tercera parte de una serie de tres historias de madres venezolanas que viven en Villa del Rosario, Norte de Santander.

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Autor:
Natalia Bustos

“Como un niño con su primer helado”, Georgina Pérez Carmona -mientras prepara perros calientes- recuerda el momento en que compró un termo y empzó a vender café. Una pequeña esperanza volvió a brotar dentro de ella cuando comenzó con las ventas, después de varios días sin comer y varias noches durmiendo sobre el suelo.

Tiene 22 años y es administradora industrial. Vivía en Valencia, estado de Carabobo (Venezuela), y trabajaba como supervisora de área en una multinacional y supervisora de recursos humanos en una empresa de charcutería de su país.

Quería poner en práctica su vida soñada junto a Aníbal, su esposo: tener un hijo, una casa y un empleo seguro. Sin embargo, esa escalera hacia el “cielo” –como dice- “se derrumbó por un problema médico”, pues contrajo una infección intestinal que la llevó al quirófano. La situación del vecino país complicaba sus cuidados. El estrés cotidiano producto del afán por obtener lo necesario para vivir, la escasez de alimentos y la falta de medicinas hacían más delicado su estado de salud. Por esta razón, y a pesar del dolor que le causaba dejar a su hijo, decidió venir a Colombia con su marido en busca de mejores condiciones de vida.

Viajaron por tierra y llegaron a Villa del Rosario, Norte de Santander (Colombia). Con 20 mil pesos colombianos –que hacían parte de sus ahorros- durmieron la primera noche en un hotel. Al día siguiente, el drama empeoró. Eran conscientes de las difíciles condiciones que pasarían por unos días mientras conseguían dónde vivir, pero no de la odisea que representaba ser venezolano en el extranjero.

Desde la mañana siguiente y por doce horas, “como un día pesado de suerte” –como recuerda Georgina Pérez- emprendieron una búsqueda por el municipio para encontrar el techo que los pudiera resguardar. Fueron rechazados por su nacionalidad. “’No nos vengan a quitar el trabajo’ o ‘devuélvanse a su país que aquí estamos peor’ o ‘los venezolanos son perezosos’, nos decían mientras buscábamos dónde dormir”, dice con la voz entrecortada, mientras toma la mano de su esposo y se le aguan los ojos.

Cuando estaban al límite de la desesperación y con el optimismo en decadencia, tras una jornada intensa, consiguieron una habitación sin amoblar en la casa de una señora, a unas cuadras cerca del parque central. Dormían en el piso y estuvieron varios días sin cocinar ni poder comer, pues no conseguían empleo.

Esta realidad ha sido repetida por varios de los más de un millón venezolanos que están en territorio colombiano, según cifras de Migración Colombia, y quienes –como aseguran- han venido en busca de oportunidades, estabilidad económica y calidad de vida. Lo complicado está en que la “infraestructura de las ciudades” no cuenta con la capacidad para dar empleo a todas las personas que lo solicitan, como afirma Pepe Ruiz, alcalde de Villa del Rosario, Norte de Santander (Colombia), quien además dice que muchas de las aspiraciones de los migrantes se han visto truncadas por esa situación. Esto ha llevado a que aumente la informalidad que, según Mauricio Franco, secretario de seguridad de Villa del Rosario, ahora constituye el 70% del empleo total en la zona.

Es así que el ‘rebusque’ –como se conoce en Colombia- ha sido la alternativa para varios, como en el caso de Pérez. Por esos días, como si se tratara de un regalo del destino, Aníbal –su esposo- logró algo de dinero desmontando elementos, como cotero, de un camión cerca del sector de La Parada. Con eso, compraron un termo de plástico y vasos desechables pequeños para vender café en el pueblo.

Sin embargo, su acento venezolano se volvió un tormento para ella que, al principio, salía sola a caminar por las calles y ofrecer la bebida. “Me jalaban hombres y mujeres, y me decían que si era prostituta o que por qué no me metía a hacerlo”, dice. Recibió insultos, maltratos y ofensas verbales, “porque no querían que vendiera en lugares donde estaban otras compañeras vendiendo café”.

Fue difícil. Ella no entendía el por qué de la discriminación que afrontaba. “Es algo que no se lo deseo a nadie. El ser venezolana no me hace mejor o peor que otra persona. Incluso, las propias mujeres eran las que más conflicto me buscaban”.

Se calló lo que le pasaba. Su esposo había perdido el trabajo en el que estaba. Era una situación difícil, aunque sus motivaciones fueron más fuertes que el torbellino de oscuridad en el que estaban. Vivieron del café durante siete meses hasta que un día un señor los contrató para manejar un carro de comidas rápidas en el municipio. Entre los dos obtienen, a diario, cerca de $29.000 pesos colombianos.

Con lágrimas, cargados de nostalgia, angustia y amor, recuerda a su hijo. Él es la razón por la que no desfallece y continúa enfrentándose a las adversidades, aunque esto implique pasar por situaciones en las que nunca se imaginó estar. A pesar de que tiene su título apostillado y su pasaporte sellado, sigue sin conseguir un empleo formal. “Todos los días me despierto pensando en qué podemos comer y en qué le puedo enviar a mi pequeño para que viva tranquilamente”, dice. Pero, sabe que es una tranquilidad con matices de tensión, angustia y desespero, “porque, ahora, vivir en Venezuela no es fácil”.

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