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Armero: la tragedia
después de la tragedia

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María José Rojas González, Comunicación Social y Periodismo

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Claudia Mercedes Ramírez Villamizar, una madre que lleva más de 30 años buscando a su hijo, afirma que lo peor de la avalancha fue la famosa “feria de los niños”.

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Muebles clásicos, muchas plantas, poca luz y una amplia terraza hacen parte del rústico apartamento de Claudia Ramírez en el norte de Bogotá. Quien entra se siente transportado a un espacio alejado de la capital del país. Dos perros y dos gatos adoptados son los anfitriones del lugar. Claudia, de 55 años, se levanta todos los días con la esperanza de que quien toque la puerta de su residencia sea su hijo Andrés Felipe Cubides, quien, al igual que aproximadamente 600 niños, según la Fundación Armando Armero, sobrevivió a la oleada de barro del 13 de noviembre de 1985 en Armero, Tolima, pero nunca logró reunirse con su madre.

Nacida en el hospital San Lorenzo en la “ciudad blanca”, Claudia afirma que fue “absolutamente feliz en Armero”. “Era un pueblo muy hermoso, muy tranquilo, lleno de vida y alegría. ¡Las fiestas eran espectaculares! Bailaba del 16 de diciembre al 12 de enero. La mejor era la del 27 que era de disfraces”, afirma la hija de Roberto Ramírez y Mercedes Villamizar, quienes fallecieron la noche en la que una espesa mezcla de agua y residuos volcánicos, provenientes del Nevado del Ruiz, sepultó a 25 mil personas, según el Estado.

A pesar de que en un principio Claudia no tenía evidencia de que su hijo había sobrevivido, ella sentía que estaba vivo. Meses después de la tragedia, un amigo le dijo que había visto a Andrés por la televisión diciendo: “Me llamo Andrés Felipe y mi mamá se llama Claudia”. En ese momento, la vida de Ramírez empezó a tener sentido de nuevo.

Claudia, trigueña, de aproximadamente 1 metro 65 centímetros de altura, de pelo castaño oscuro hasta los hombros y ojos pequeños, dice que la búsqueda frenética, a veces obsesiva, por su hijo (quien el 22 de febrero cumplió 38 años), ha sido toda una pesadilla. Afirma que cuando iba al ICBF a ver a los niños, los funcionarios le decían “pero, ¿cómo sabe que es su hijo? Usted no tiene cara de que sea mamá, no le voy a mostrar a los niños”. Ella, con la foto de Andrés en sus manos, lloraba y les rogaba, pero no le daban razón de él.

En el 2010, Claudia estaba en su casa viendo un especial de Armero en la televisión cuando confirmó lo que le habían dicho años atrás: era Andrés Felipe, sano y salvo, tomando agua de un vaso en manos de un socorrista. Ramírez considera que hubo irresponsabilidad por parte del Estado y del ICBF en el manejo de la situación.

Según ella, lo más difícil no fue la tragedia, sino la post tragedia. “El infierno de Dante no es nada a lo que pasó en Armero. Ahí se concentraron todas las pasiones más perversas. La gente llegaba a robar, a matar a los que estaban vivos para hundirlos en el lodo y sacarles los anillos, a vender a los niños que habían sobrevivido. Eso es como en los cuentos de hadas que uno ve que llega el humo negro que es el mal. Así fue”, cuenta Claudia mientras sus labios se arquean hacia abajo y una lágrima cae por su mejilla.

En 1985, el ICBF creó el ‘Libro Rojo’ el cual, según lo afirmado por el periodista Gonzalo Guillén en su publicación en la Revista Semana ‘Sueño que voy a conocer a mi hijo’, “es un mamotreto secreto y desordenado… La cantidad de folios ha variado de 250 a 16. Allí consta que entregaron niños a quienes los reclamaron, sin acreditar identidades ni parentescos, otorgaron adopciones a extranjeros y nacionales antes de haber pasado medio año de la tragedia y en algunos vuelos presurosos de rescate sacaron del país bebés e infantes”. En respuesta a esto, la Fundación Armando Armero, liderada por el periodista Francisco González, elaboró el ‘Libro Blanco’, en el que 455 menores están siendo buscados por sus familias, entre esas, Claudia Ramírez.

El periodista dice que los funcionarios “corruptos” del ICBF, los colombianos que rescataron a niños sobrevivientes y luego no los devolvieron y los integrantes de las redes de adopción son solo algunas de las causas que llevaron a la pérdida de los menores. “Hay muchísimos casos que demuestran que las madres tienen razón, que no están locas, como lo quiere hacer ver el Estado”, afirma el periodista.

El libro ‘Armero, treinta años de ausencia’ de Carmen Cruz y Francisco Parra es uno de los pocos documentos en los que algún funcionario del Estado de 1985 acepta las irregularidades cometidas en la post tragedia. “… En la evacuación de las víctimas, se generó cierto desorden y confusión (…) Hubo varios helicópteros del Ejército y también de pilotos espontáneos que querían ayudar y todo ello pudo dar lugar a la pérdida especialmente de algunos niños”, asegura el Alcalde Militar Encargado de Armero, Rafael Ruiz.

Cómo empezó y cómo terminó

Claudia, también madre de María Mercedes y María Alejandra Méndez, de 21 y 18 años, respectivamente, quienes son fruto de su segundo matrimonio, expresa que fue muy consentida y amada por sus padres a pesar de que tuvo a su primer hijo, Andrés, a los 17 años. “Yo me casé muy enamorada con Ángel Cubides” –biólogo de Ibagué quien era 10 años mayor que ella y quien también murió en la avalancha- “Obviamente mis padres se opusieron… Mi mamá no me dejó casar en Armero, entonces me casé en Ibagué. Ella lloró, pobrecita, mi papá también, todo el mundo lloraba, parecía un entierro esa vaina. La única feliz era yo, aunque esa felicidad me duró poco porque mi matrimonio fue un desastre. Fui una gran decepción para mis padres en ese sentido porque los dos esperaban mucho de mí”, afirma la armerita.

La mujer, graduada del Colegio Americano, aunque pasó la mayoría de sus años en el Colegio La Sagrada “Recocha”, como ella misma lo llama, decidió dejar a su hijo con sus padres mientras estudiaba en Bogotá. Ella, quien se considera una “animalista furibunda”, quería estudiar veterinaria. Carlos Castillo, vendedor de materiales dentales, reconoce la labor social y pasión de Claudia por los animales. “Yo le regalo los guacales de madera en los que vienen las unidades empacadas y ella hace las casitas para los perros”, afirma. Las dos gatas (una rescatada hace 17 años y la otra hace 5 años, en Armero) que Ramírez tiene en su casa lloran para que ella les abra la puerta de la terraza en la noche.

A pesar de su inmenso amor por los animales, Claudia decidió estudiar odontología porque su padre tenía una clínica y muchos pacientes en Armero: su vida “estaba organizada”, como ella misma lo señala: viajaba todos los fines de semana a su tierra natal para visitar a su “tesoro y bendición”, Andrés Felipe. Salía los viernes de clínica a las 6 de la tarde a tomar el bus hacia Armero. A las 2 de la mañana llegaba a Honda, tenía que hacer transbordo.

Roberto Ramírez, padre de Claudia, le había prometido que cuando cursara el cuarto semestre de su carrera le traería el niño a Bogotá. En ese periodo, justamente, fue la tragedia de Armero. “Había amenaza de inundación”, expresa Claudia mientras se le quiebra la voz al recordar a su pueblo antes de que fuera enterrado por más de más de 90 millones de metros cúbicos de barro. El deshielo del volcán barrió 40 kilómetros a la redonda, es decir, el equivalente de toda la superficie de la isla de San Andrés y un poco más, pues la isla tiene 32.

Su padre, Presidente de la Cruz Roja en Armero en 1985, no tenía ninguna información sobre una posible avalancha, según Claudia. Ella lo acompañó a una reunión en septiembre de aquel año con un personaje de Ingeominas, el alcalde del pueblo, Ramón Rodríguez y el encargado de la Defensa Civil y nunca se habló de una alerta de avalancha.

El fin de semana del 8 de noviembre de 1985, Claudia viajó a Armero. Como de costumbre, en el pueblo hubo fiesta con Lucho Bermúdez y Pacho Galán. El lunes 11 de ese mes, Andrés, preocupado por la situación del río le preguntó a su mamá que qué pasaría si el río perdiese su rumbo. Ella lo tranquilizó, aunque quedó dudando de la situación. Claudia, antes de subirse al carro para regresar a la capital, le pidió a su madre que le diera al niño.

-Hija, es una locura, estás en exámenes finales.

-Mami, es que estoy preocupada.

-No te preocupes, no está lloviendo, no va a haber inundación.

“Y se lo dejé…”, dice Claudia mientras las lágrimas empiezan a escurrir por su rostro. Ella no sabía que esa iba a ser la última vez que vería a sus padres y a su hijo.

La noche en la que Armero desapareció, Claudia estaba con su primo en la casa ubicada en la 57 con 18 en Bogotá cuando recibieron una llamada a las 11 de la noche en la que les decían que algo grave había sucedido. Se fueron corriendo hacia la oficina de la Defensa Civil a buscar información, llamaron por el radio teléfono a la casa de Claudia en Armero y nadie contestó, después llamaron a la defensa civil y a la Alcaldía, pero el resultado fue el mismo.

Ella, en compañía de 5 amigos armeritos, se comunicó con “La periquita” Cecilia de Perico, esposa de Guillermo Perico, quien vivía en Armero. “’No, chinos, no me contesta, tan raro’, nos dijo. Después ella llamó a JJ, otro amigo que vivía afuera de Armero. ‘Vi muchas luces, como relámpagos y ahora todo está negro’, nos afirmó. Nosotros pensamos que el pueblo se había inundado y se había ido la luz”, cuenta Claudia.

A las 6 de la mañana del 14 de noviembre, después de escuchar al piloto del helicóptero diciendo “Armero no existe”, los jóvenes llegaron a Cambao. En el parque principal estaban JJ y su esposa que “parecían unas esfinges. Lloraban y lloraban, pero no hablaban”, afirma Claudia. En ese momento, llegó un camión azul con gente desnuda cubierta en barro.

El pueblo que guardaba sus más grandes alegrías se había convertido en un mar de lodo. “De ahí en adelante no recuerdo mucho, sé que duré 10 o 15 días en Armero, pero no me pregunte qué comí, si me lavé los dientes o dónde dormí, porque no me acuerdo. Sé que estuve en ahí y vi cosas terribles. Eso lo tengo bloqueado de mi mente porque es muy doloroso. A veces tengo recuerdos… Mis primos me encontraron en Ambalema -un municipio a 6 horas de Armero a pie- sentada en un helipuerto, cuentan ellos. Yo no me acuerdo”, sostiene la madre de Andrés.

Su siguiente recuerdo es en la ducha de la casa de su tío en Bogotá, con la ropa pegada a su piel, literalmente, por el barro. “Me acuerdo de sentir el agua caliente y cómo todo ese lodo me salía. Me arrancaba la ropa y la piel también”, dice Ramírez mientras se toca los brazos.

El no saber el paradero de su hijo llevó a que Claudia sintiera el dolor más “absurdo”. “Me dolía la muerte de mis papás, pero me arrancaba el alma no saber qué había pasado con mi hijo. Me daban pastillas, yo quería botarme por la ventana, me quería morir”, cuenta ella, quien tenía 22 años cuando el niño desapareció.

La armerita, que al principio peleó mucho con Dios, cree que ella es un milagro. “Sobrevivir fue el resultado de la bondad de la gente. Yo iba a rezar y era como una matemática, 2+2 es 4. Yo pedía y me daban. Nunca me sobró, pero nunca me faltó. Soy el resultado de la fe. Yo le pedí a Dios, siempre le he pedido, soy una pedigüeña total”, dice Claudia mientras se ríe a carcajadas, “y él siempre me ha dado”.

La madre de Andrés Felipe, en compañía de su hermano menor, “Cucu” Roberto, ahora coronel retirado del Ejército Nacional, continúa la búsqueda del niño. “He ido a que me lean el cigarrillo, el fósforo, el chocolate”, expresa Claudia mientras se ríe, “he ido a donde todos los chamanes, brujos, todo, buscando, pero no lo he encontrado. He encontrado otros que no son mis hijos, pero bueno algo es algo, peor es nada”, afirma, vuelve a carcajear y continúa: “Para ellos soy su mamá…  Ay, mis chinitos. Maycol vive en Pereira y David Felipe, en Bogotá”.

La odontóloga, vinculada a la Fundación Armando Armero, la cual cuenta con un banco de ADN desde hace 5 años, con el que se han podido reencontrar 3 familias, dice que es una mujer fortalecida y bendecida. “No es que llore todos los días, no soy una mujer triste. Soy más feliz que triste, pero tengo un enorme vacío en mi vida: mi hijo. Hace muchos años lo puse en manos de Dios. Le dije: cuando quieras, si es que quieres”, cuenta mientras sonríe, “yo ya le dije a mis hijas que, si me muero, ellas lo tienen que seguir buscando”… Vuelve a reírse y concluye: “pobrecitas”.

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