El consumo problemático puede afectarnos a todos
Brian Niño Reyes
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Adivina, adivinador. Hora de jugar. Son fáciles de descubrir y siempre hay mucho de lo qué hablar cuando se les menciona, sin importar la índole de la conversación. En algunos casos, se logra que la unión familiar se acabe. Hermanos que se van de la casa o que no se quieren ver. Hijas incapaces de llamar a su papá como papá. Madres preocupadas y dispuestas a dejar de lado todo en su vida por salvar a un hijo…
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Hombre preocupado (Freepik)
Tal vez, el error de muchos y la razón por la que hasta el momento no han adivinado lo que son es porque siempre se les ve como un problema personal, una carga llevada por una solo persona. La realidad es que su afectación va más allá del individuo. Los allegados también los padecen. Son una realidad social y comunitaria. Entonces, ¿qué son?
Un pequeño secreto
Fredesvinda Tuta, a quienes todos conocen como Fredes, siempre estuvo orgullosa de su hijo José Gregorio. Becado en el colegio Agustiano Norte y, posteriormente, en la Universidad de las Américas. José nunca le había dado una sola razón a su madre para que ella lo cantaletiara. Era un joven pilo. Sí, una que otra vez, algunas madres le habían dicho a Fredes que José no andaba por buen camino. Pero, para la señora Tuta, no era más que envidia. “Seguramente ellas deseaban tener un hijo tan talentoso como el mío”, pensaba.
A las semanas de que José Gregorio entrara a estudiar su tercer semestre en la universidad, Fredes decidió ir a pegarle una visita a Jaime Posada, fundador de la Universidad de América, allegado a la familia Tuta y de gran ayuda para la obtención de la beca universitaria de su hijo. “Una botella de whisky es una buena muestra de agradecimiento”, pensó la orgullosa madre.
Esa tarde, cuando José Gregorio volvió a casa y le dijo a Fredes que venía de unos parciales, notó que ella lo miraba inquieta y sin decir palabra. Ya sabía el secreto. El señor Posada le había dicho que su hijo no se había matriculado en la universidad ese semestre. Así fue como Fredes se dio cuenta de que las malas lenguas no eran malas, sino sabias. José tenía un consumo problemático de sustancias psicoactivas.
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Natalia siempre idolatró a su papá. Durante sus primeros años de vida, no había una persona con la que se sintiera más a gusto. Su padre, mientras que consumía su cajetilla de cigarrillos, también disfrutaba de la compañía de su hija. Sin embargo, esos momentos agradables se vieron interrumpidos cuando, sin motivo, el papá de Natalia se marchó de la casa cuando ella tenía cuatro años.
Por mucho tiempo, Natalia culpó a su mamá por la ausencia de su padre. A sus ojos, algo tenía que estar mal en ellas y por eso se habían quedado solas. Ver crecer a todos sus amigos junto a sus papás era un recordatorio constante de aquella figura paterna ausente.
Pensar hoy, a sus diecinueve años, en llamar “papá” a alguien que no es merecedor de ese título, no es más que una simple añoranza.
Nerviosa y a la expectativa se sintió Natalia cuando, tras diez años sin saber nada de su progenitor, su mamá le dijo que era hora de hablar sobre él. Horrorizada y consciente de la verdad, Natalia pudo atar los cabos de la misteriosa y lejana partida de su padre, después de que su mamá le contara que hacía poco él había estado en un centro psiquiátrico por recaer, otra vez, en el consumo problemático de sustancias psicoactivas. El pequeño secreto era desconocer la realidad en la que venía viviendo años atrás su papá.
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Se vuelve sencillo hablar de consumo problemático de sustancias psicoactivas en una sociedad en la que, como si de una olla gigantesca de sancocho se tratara, se arrojan todos los ingredientes en un solo lugar, sabiendo que cada uno debe prepararse con cautela antes de ir a la olla.
¿Pero es realmente esa la receta ideal para tener un rico sancocho? Vale la pena cuestionarlo al saber que el último estudio del Ministerio de Justicia muestra que entre los años 2013 a 2020, 28.541 personas murieron por complicaciones asociadas al consumo de drogas… y eso que ni se están contando las muertes relacionadas a la lucha contra las drogas.
Para el mechilargas, uñas pintadas y con arete en la oreja llamado Juan Carlos Celis, a quien muchos confunden con “marihuanero” cuando va a hablar, como director de la Fundación Procrear, de la importancia de entender la drogadicción como una realidad comunitaria, el concepto del consumo problemático es el más crudo que se ha desarrollado en la política, en lo social, en lo comunitario y en la salud de nuestro país.
Es difícil ayudar cuando ni siquiera se sabe que el drogadicto no es aquel que ha probado una droga (consumo experimental), ni de vez en cuando (consumo ocasional), sino aquel que no puede llegar a manejar su vida a causa de la dependencia a la sustancia. Aún más complejo es ayudar si se obvia que el consumo de sustancias psicoactivas afecta a consumidores y allegados.
La telaraña
Javier es el menor de los cinco hermanos Arango. Durante su infancia no había un mejor plan que el de ver un partido el domingo al caer la tarde, cuando el bochorno de la costa colombiana se tranquiliza con los refrescantes soplos de la brisa que arriba del mar. Para el Arango menor, más allá del buen fútbol y del agradable clima, lo mejor de ese plan era compartir ese espacio junto a sus cinco hermanos riendo, discutiendo sobre el partido y, sobre todo, disfrutando de la unión familiar. Tal vez, el único problema de este recuerdo es que solo se encontraba en la imaginación del pequeño Javier.
Javier no sentía nada más que un profundo sentimiento de odio hacia aquella figura que no solo le había privado el vivir esa unión familiar, sino a la cual vio en más de una ocasión tomar objetos de la casa y venderlos para así seguir consumiendo.
Con el tiempo, vivir con aquella figura convirtió en insostenible el ambiente de la casa. Con dolor, Javier debió ver cómo su hermana mayor se iba del hogar tan solo con 14 años.
No era agradable vivir con ese problema en casa, aunque fuera su hermano mayor Rubén. Tiempo después, y al igual que su hermana, sus hermanos del medio se fueron de la casa tan pronto tuvieron la oportunidad.
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“Si mi papá no me quiso, cómo es posible que me pueda llegar a querer otra persona”, es el pensamiento que, a veces, sin anuncio se entromete cada día en la mente de Natalia. Aunque cuando se mira frente al espejo y ve a una señorita tranquila y capaz, en el fondo sabe que dentro arrastra inseguridades, dudas y traumas a raíz de lo sucedido con su papá.
Ese pensamiento que en el pasado la llevó a sentirse culpable por no ser suficiente para su papá, ahora se ve reflejado en el constante miedo a que, dentro de las nuevas relaciones que construye, las otras personas se vayan sin dar una explicación.
Ella aún no entiende hasta dónde pueden realmente llegar las derivaciones del consumo problemático de sustancias de su padre en su vida. Y aunque agradece que ha madurado más rápido, también sabe que ha lidiado con más de lo que debería una hija a los diecinueve años.
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El día en que la señora Fredes empezó a sufrir de la parálisis muscular, que la tuvo por dos años en una silla de ruedas, se inició como uno común y corriente, nada fuera de lo normal. Su madre se encontraba de visita después de muchos años. Por primera vez desde que su familia se había ido a los Estados Unidos, Fredes sentía que su mamá le estaba perdonando el hecho de haber quedado embarazada a los quince años. La relación con su núcleo familiar, madre y hermanos, se rompió completamente después de que la dejaron abandonada y a su suerte.
Pero este parecía un nuevo punto de partida. Lo único que no contribuía al momento era que José Gregorio llevaba perdido más de un año, un año sin rastro alguno de su chinito.
José Gregorio, flaco, tras más de dos décadas de consumo problemático.
Aun con la compañía, y aparente apoyo, de su mamá en casa, Fredes era incapaz de lidiar con esa culpa que la consumía, y la sigue consumiendo. Para ella la responsable de la situación de su hijo es ella misma. “Fui ingenua y permisiva, yo prestándole el carro y jurando que iba a estudiar (…) y yo por confiada vine a darme cuenta mucho tiempo después. En definitiva, uno tiene que saber dónde están sus hijos”, pensaba Fredes para sí misma, cuando se vio interrumpida por el grito de su madre que había ido a abrir la puerta.
Apresurada, la señora Tuta se unió a su madre, quien estaba perpleja en el marco de su puerta. Frente a ellas se encontraba un hombre como Dios lo había traído al mundo, sucio, con pelo y barba larga y con un aspecto infrahumano. Los tres individuos intercambiaron miradas, nadie decía nada. Su madre, entonces, rompió el silencio: “Mijita, yo creo que este hombre es José Gregorio”.
El mundo se le vino abajo a Fredes. Una extraña mezcla de alivio y pavor se apoderaron de ella. Recordó cómo, a lo largo de ese año, había dejado de ir al trabajo para así disfrazarse y meterse en “la calle del cartucho”, una búsqueda exhaustiva a un callejón sin salida. Ahora, con José al frente, sus músculos sintieron que por fin podían soltarse. Pero, dos años con parálisis parcial de su tronco inferior la esperaban.
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Querer resolver los problemas de los demás es algo que, aunque parezca inherente a nuestra condición humana, no es saludable para quien ayuda y tampoco para quien, tal vez sin pedir ayuda, necesita ser ayudada. Esa sensación de responsabilidad absoluta que siente Fredes o ese sentimiento de insuficiencia que Natalia tiene por momentos, no es casualidad. De la codependencia, lastimosamente, poco se habla cuando se trata el consumo problemático de sustancias.
La planicie
Las primeras veces que sucedió, Javier, el Arango menor, tiene claro que no hubo ningún tipo de detonante evidente que pudiese llevar a su hermano a ponerle la mano encima. La violencia intrafamiliar es su peor recuerdo. “Una mirada fea o en realidad cualquier cosa podía llevar a mi hermano a usar la violencia”.
Estas acciones y el hecho de que dentro de su propia familia vieran a Rubén como un drogadicto llevaron a que Javier sintiera pena de hablar con las personas sobre el tema. Lo último que él deseaba era que sus amigos supieran lo que pasaba con su hermano. El estigma también recaía sobre la familia.
Y es que como lo recalca Juan Carlos Celis, “hay un miedo a ser visto a los ojos de la sociedad, porque, cuando se sabe, sobre la familia cae un estigma gigantesco y eso es un problema”. Un problema que, como raro, tampoco es tomado en cuenta dentro de esa plana mirada que se tiene sobre el consumo problemático de sustancias psicoactivas.
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Durante sus treinta, todas las tardes la señora Fredes ejercía como profesora en una escuela primaria y, por las mañanas, era aseadora de la empresa Rápido Duitama. Sacar adelante “tresculicagados” no es nada fácil. Por ello, Fredes se partía el lomo “camellando” esa doble jornada. Además, estaba decidida a demostrarles a sus hermanos y madre que ellos se equivocaban al pensar que ella se dejaría arrastrar por José Gregorio hacia la miseria. Fredes debió aguantar, en más de una ocasión, comentarios desagradables y prejuiciosos por la situación de su hijo.
“¡Uy no! Es que esa profesora tiene un hijo drogadicto. De seguro que es un ratero y atracador. Yo he visto cómo a la señora le ha tocado ir a la comisaría a sacarlo”, escuchaba Fredes entre los murmullos de sus alumnos cuando veían que ella pasaba por los pasillos. El rechazo que sentía, inconscientemente, empezó a molestarla a diario.
Ese rechazo terminó de consumarse cuando a los encargados de la oficina de Rápido Duitama, para la que ella limpiaba, llegó el rumor sobre el problema de drogas del hijo de la señora de aseo. Al día siguiente, Fredes había perdido el trabajo.
Se juzga y se quiere lidiar con las dinámicas del consumo tanto, que se obvian también las dinámicas existentes en torno a este.
El dilema
Desde la mirada del pequeño Javier todo era muy confuso. No entendía por qué su madre, en vez de tomar medidas drásticas, que para él en su momento eran justas, era proteccionista con Rubén. El pequeño Javier consideraba que las mejores alternativas para terminar con la guachafita del hermano eran botarlo de la casa o meterlo preso.
Hoy, a sus 51 años, y tal vez por toda la experiencia, Javier se da cuenta de que sus pensamientos del pasado no hubieran ayudado a su hermano. Recuerda que cuando su papá se aparecía en casa y solo le ponían quejas de Rubén, este le metía unas pelas salvajes a su hermano. “Eso, en realidad, no es lo ideal para corregir a una persona”, piensa hoy Javier. Botarlo de la casa, meterlo preso o llevarlo a rehabilitación sin entender la raíz de su problema, seguramente, no hubiera traído ningún beneficio.
La conclusión a la que llegó Javier empíricamente fue la misma a la que desde el campo académico y laboral obtuvieron en la Fundación Procrear. “Si un muchacho vuelve de un centro de rehabilitación, ¿a dónde llega?”, cuestiona Juan Carlos Celis, preocupado con la forma en que se sigue atacando el consumo problemático. “Pues a la misma olla”, dice, “al mismo lugar del que salió. Entonces esto no es un trabajo solo con la persona, sino con la familia, de conciencia”.
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Para Natalia, la honestidad dentro del núcleo familiar es de suma relevancia para evitar el desenlace de su familia. Ella, consciente de que no controlaba la situación, hubiera preferido que, cuando su familia aún seguía siendo familia, se hubiera trabajado colectivamente la situación.
Hoy, a sus 19 años, todavía se cuestiona por qué su papá siendo psicólogo obvió una parte tan fundamental, como la de saber pedir ayuda. La misma Natalia, aunque ya como medida de reducción de daños, va al psicólogo para intentar entender cómo todo lo que ha vivido la ha afectado y cómo lidiar con ello en el futuro.
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“Me di cuenta de que en realidad en ninguno (de los centros de rehabilitación) ayudaban a mi chinito. De hecho, me di cuenta de que en algunos hasta le pegaban”, dijo Fredes con tristeza en sus ojos. Muchos años pasaron y Fredes decidió que la mejor manera de ayudar a su hijo no era mediante esos centros de rehabilitación. Hace veinte años se llevó a José lejos de Bogotá, a Paipa, lejos de las tentaciones de la capital. Pero muy en el fondo hay algo que Fredes, con toda certeza, cambiaría.
Para ella su peor decisión fue nunca haberse separado del papá de sus hijos. Un matrimonio obligado, con un señor que la golpeaba y le era infiel. Algo de eso tuvo que haberse quedado en la memoria de su hijo José. Y aun cuando para ella es imposible saber si ese pésimo matrimonio realmente incidió en la adicción de su hijo, está convencida de que si los hubiera criado sola otra hubiera sido la historia.
Entonces, ¿cuál es la manera correcta de lidiar con el consumo problemático de sustancias psicoactivas? La realidad, en un país como el nuestro, en el que nos enfocamos más en los problemas y no en sus causas, es que no hay una respuesta concreta.
“El consumo problemático no es algo que se cure con un taller donde por un día me pararon bolas y listo. Esto tiene que ver con procesos”, dice Juan Carlos Celis.
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Hoy, más allá de todas las cosas por las que cada uno ha pasado, Fredes, Javier y Natalia no dejan de reconocer a sus seres queridos, no como adictos, sino como personas. Reforzando la idea de que desde ese punto de vista merece la pena partir. Sin importar las afectaciones que las adicciones de sus familiares han tenido en ellos, el reconocerlos como seres humanos que merecen ser entendidos, amados y cuidados ha llevado, aunque tal vez no de la manera más idónea, a que sigan junto a ellos. No es el caso de todos.
José Gregorio y Fredes juntos, aun después de varias décadas de adicción por parte de José.
“Adoro a mi chinito, no puedo llegar a estar un día sin llamarlo”, dice Fredes. “Que al loquito nunca le falte nada porque ese loquito, que así le decimos nosotros (los hermanos) siempre va a ser mi hermano, siempre”, complementa Javier.