El litigio de la abeja
Alejandra Ramírez Valbuena, Comunicación Social y Periodismo
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En los últimos 3 años, aproximadamente 10.500 colmenas han muerto en Colombia por intoxicación con pesticidas; lo que representa un 34% del total de colmenas registradas en el país.
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Foto: Alejandra Ramírez
Despertó y sintió un gran alivio en el pecho. Pocos saben que las abejas mueren mientras duermen. Mueren de cansancio. Y ese era su gran temor. Nunca cerró sus cinco ojos mientras soñaba con otro día de trabajo. Y, al salir el sol, el panal seguía a oscuras.
Habían pasado 14 días y 7 colmenas habían fallecido. Seremos las próximas. En los últimos 3 años, aproximadamente 10.500 colmenas han muerto en Colombia por intoxicación con pesticidas; lo que representa un 34% del total de colmenas registradas en el país. Pero, para las colmenas de Apiarios San Orlando, en el municipio cundinamarqués de Tabio, la causa de las muertes no era tan clara.
Cuatro patas. Una cabeza. Un par de alas. Cinco ojos: dos que ven en la oscuridad, tres que se adaptan a la luz. Dos antenas. Bien. Chequeo matutino completado.
Dentro del panal, siempre será verano; 35 grados centígrados en promedio. Y, a pesar del calor, las abejas están alerta. Cuando se vive a oscuras, sentir y escuchar es la única posibilidad de salvar a la reina. Por eso, las colmenas siguen una jerarquía estructurada. Son el ejemplo perfecto para explicar el matriarcado. La reina es elegida por su fertilidad. No se trata de que las demás sientan envidia porque sí; son estériles. Pero, es la madre de todas y la protegen. Casi todo puede hacerle daño. Entre colmenas se vive un verdadero juego de tronos. Son como ejércitos de hembras que evitan la entrada de extranjeras a sus casas. Cada comunidad tiene un olor específico que la diferencia de otra. Sus fronteras son más custodiadas que las de Estados Unidos.
Reinaba la incertidumbre y la angustia. Corrían rumores de que todas morirían de alguna enfermedad; tenían muy bajas las defensas. Eso no evitaba que las labores continuaran. Entonces, sonaron los fuertes zumbidos, como una vibración constante y enérgica que indicaba el comienzo del día. Miles de alas golpeándose despegaban desde las colmenas para hacer su trabajo.
Ser una pecoreadora es el sueño de toda abeja: salir del panal, recolectar néctar, polen, propóleo y agua, es una labor agotadora a la que dedican casi 10 horas diarias. Vivir en casi un metro y medio de área, con 40 mil hermanas y 10 mil zánganos, puede resultar algo estrecho.
Entre 2014 y 2018, la polinización hecha por los animales aportó entre el 5% y el 8% de la producción agrícola mundial, que equivale a un rango entre 235.000 y 577.000 millones de dólares, según cifras de la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES). Eso es casi cuatro veces la deuda externa que tiene Colombia. En definitiva, no solo los narcos son capaces de pagarla. ¡Lástima que a ellas las están matando!
Ese día salió tarde, no quería dejar el panal. Aquí también han pasado cosas desagradables. Ya no se sentía segura en ninguna parte.
– Una mañana un vecino creyó buena idea amarrar su cabra a uno de los postes que divide los apiarios. Posiblemente, porque hay mucho pasto en esta zona. Yo pasé a ver las abejas a medio día y vi esa pobre cabra que se retorcía del dolor. Algunas abejas ya la habían picado – recordó, con expresión de cansancio, Óscar Rodríguez, apicultor dueño de Apiarios San Orlando –. La salvé ese día y se la devolví al vecino. Pero esa misma tarde él volvió a amarrarla al poste. La desesperación hizo que la cabra tumbara uno de mis panales y hasta ahí llegó el animalito.
En Colombia hay una evidente falta de educación de los vecinos cercanos a las abejas. Ignorantes. Aunque, los animales aledaños son el menor de sus problemas. Todas nos sentimos más cansadas. Los pesticidas que aumentan la producción agrícola; las acciones antinarcóticos para erradicar cultivos ilícitos; y la expansión de la frontera agrícola, han afectado particularmente a las abejas.
Cuando desaparecieron, la reina de la colmena 2 ya no ponía huevos. Dicen que en la colmena 4 a todas las abejas les dio una peste masiva y un día no despertaron. Cuentan que en la colmena 5 murieron de tristeza. Pero esos son solo rumores.
Cuando volvía al panal, con sus 15 mg de polen entre las patas, vio unas figuras en un verde y amarillo radiante, que no parecían una amenaza. Sin embargo, llenaban de humo su casa. Todas pensarán que es un incendio. Dentro comían desesperados sus 50 mil familiares, listos para dejar el hogar ante la amenaza de fuego. Alguien nos ataca, ¡paren!, ¡escúchenme!
–Las abejas sienten el miedo –explicó Óscar Rodríguez, el apicultor que se dedica al cuidado de esta colmena.
–Se enojan.
–¡Cómo no van a hacerlo!– prosiguió–. Abrimos la puerta de su casa sin pedir permiso. Es abusivo. Claro que van a estar bravas, por eso pican. Intenta disfrutar el dolor.
El dolor, producto de la picadura de una abeja, es el efecto del veneno y el aguijón que se impregnan en la piel. Usualmente, estos insectos atacan porque se sienten en peligro. Por ignorancia se piensa que son animales agresivos; nada, más alejado de la realidad. Entregamos nuestras vidas para salvar la colmena.
La pregunta, entonces, es ¿quién las salva a ellas?
“Hasta que tengamos un censo de la cantidad de apicultores en Colombia, no se pueden establecer mecanismos de control y ayuda para las abejas”, comentó Margy Villanueva, de la Dirección Técnica de Sanidad Animal del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA). Tras llamadas y correos a diferentes individuos de la institución ambiental, esta era la explicación del por qué nadie se hacía cargo de las abejas. No existe un presupuesto para los apicultores; no existe una rama destinada a sus servicios ni siquiera internamente el ICA tiene claro quién se encarga de estos asuntos.
– ¿Por qué se están muriendo las colmenas?– Información valiosa.
–Creemos que fue el vecino que cultiva papa y usa todo tipo de pesticidas. Nadie le responde a uno ni lo indemniza cuando estas cosas pasan– admitió con resignación Óscar Rodríguez.
Aquel vecino prefirió no hablar del tema. Nada le impide usar aquellos pesticidas, ni siquiera la moral.
¿Qué más se puede hacer? El proyecto de ley 197 de 2017 tiene como objetivo el cuidado y protección de los polinizadores en Colombia, como asunto nacional que requiere la creación de instituciones especializadas dentro del Ministerio de Ambiente. En diciembre 11 de 2018 este texto fue aprobado, en tercer debate en la Comisión V del Senado. “Llevamos más de dos años esperando a que salga esa ley. Pero, con todas las reformas que se han hecho, no solucionarán los problemas de las abejas. Sí es necesaria, pero no es una ley completa”, explicaba John Fredy Bohórquez, técnico apicultor y líder de la organización internacional 100% Apicultura que trabaja en países como Colombia, Perú y Bolivia.
“Este proyecto puso a las abejas en el mismo panorama de todos los polinizadores, eso es un problema porque ellas son completamente distintas a murciélagos y aves. Además, tienen un beneficio económico que las convierte en asunto de nivel nacional”, comentaba Bohórquez. “Si no ponen leyes que restrinjan el uso de ciertos pesticidas, no se salvarán. Además, el problema es mucho más complejo; la gente en Colombia no sabe cuidar de los apiarios”.
Los apiarios pueden morir por abandono. Para el año 2000, existió un fenómeno de abandono masivo de las abejas a las colmenas que fue denominado el “trastorno del colapso de las colonias” por investigadores de la Universidad de Harvard. En el 2006, los investigadores descubrieron que el uso de pesticidas es la principal causa por la que las abejas abandonan sus hogares y mueren. Sin embargo, la segunda causa es por infecciones adquiridas por malas prácticas apícolas. Por esto, es relevante que el apicultor revise la colmena cada 10-15 días, desinfecte regularmente los equipos, proteja las colmenas de la lluvia, y renueve las reinas y colmenas más antiguas para evitar otras enfermedades.
De vuelta en el panal, la reina miraba con prepotencia al apicultor. Él la tomó con facilidad y, sin hacerle daño, la introdujo en una cajita transparente para que se reuniera con una parte pequeña de su comunidad, que sería expuesta en la tienda de miel. El almacén de Apiarios San Orlando está ubicado en el centro de Tabio, Cundinamarca; a unos 15 minutos de los apiarios en auto. Es un negocio acogedor que huele a dulce.
Antes de que fueran llevadas a la tienda, debía avisarle a la reina lo que sucedía. Dejó de forcejear y entró en la caja. Ya sé por qué están muriendo las demás colmenas. Justo en ese momento, una abeja cayó al final del molde de vidrio. ¿Se quedó dormida? Esa había vuelto del campo de cultivos de papa, cautivada por las flores moradas que llenaban el prado. Está muerta.
Los apicultores se alejaron del panal, se sentaron en unas cajas vacías y se mantuvieron en silencio unos segundos. El fuerte zumbido cesaba y las abejas se despegaban del traje como si hubieran olvidado lo que vivieron minutos antes. Las labores del día continuaban.
– Ellas no son rencorosas, sólo siguen su trabajo. ¿Ve por qué no hay que tenerles miedo?
Días después entendieron que no solo por miedo se cometen grandes errores. Cuando los panales llegan a los hogares comunes, la gente prefiere matar a las abejas que pagar por un servicio para el traslado de la colmena.
Cada municipio cundinamarqués tiene un apicultor aficionado al que llaman cuando hay casos de emergencias hogareñas con abejas. Juan Jorge Wolf Díaz, apicultor por afición, es la persona a la que llaman los bomberos de Chía cuando les reportan problemas por colmenas cercanas a las viviendas rurales. Con 60 años de experiencia, Wolf trabaja de manera privada. En la Secretaría de Medio Ambiente de Chía, él se dedica al cuidado de los bosques y se encarga de las abejas de manera informal.
–A mí me han pagado hasta millón y medio por remover un panal. Y mínimo cobro unos 200 mil pesos. Todo depende de la colmena– explicaba el señor Wolf–. La gente no aprecia este trabajo, creen que es muy costoso, así que prefieren matarlas.
Si la gente conociera la riqueza de las abejas, estas cosas no pasarían. Cuando volvieron a la casa de los padres de Óscar Rodríguez, su mujer, Ana Milena Osorio, comentaba sobre las finanzas del negocio: “Es difícil competir contra la miel industrial. La gente no comprende por qué un litro de miel cuesta 10 mil pesos en el supermercado; y el que nosotros vendemos, 35 mil pesos”. La miel es un negocio y un arte. Toma casi un año producirla y, por cada kilo, se requiere el trabajo de unas 2.500 abejas. Lastimosamente, no todos saben apreciarlo. Internacionalmente, un litro de miel se vende casi 3 veces más costoso de lo que puede venderlo el mejor productor de miel del país. Eso no sólo es por el cambio monetario, es porque la gente no sabe lo que cuesta la producción.
Despreciadas, agredidas, pero trabajadoras. En lo profundo de ese cuadro del panal, aquella abeja se quedó dormida, agotada por esa larga jornada. Valiente. Nuevamente, no sabía si al otro día se despertaría.