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Encontrar prosperidad después del desplazamiento

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Nicolás Torrijos Osorio

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Gibrán Muñoz fue una de las 412 mil personas que dejaron sus tierras en el 2002 por causa de la violencia armada. Sufrió extorsiones, robos y chantajes por la delincuencia común y la guerrilla de las FARC en el departamento de Caquetá. Hoy en día vive en Bogotá; fue socio de una administradora de taxis y es dueño de un taller.

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Gibrán Muñoz, socio de Admiservicio Muñoz, supervisando el taller de taxis ubicado al noroccidente de la capital colombiana. Foto por Nicolás Torrijos Osorio

A él le decían “El mono” cuando era pequeño por la rubia cabellera que tenía de bebé, que ahora no posee, y por la revoltosa personalidad que enloquecía a cualquiera. Es aquel que cursó tres semestres de Medicina por respeto y miedo a su padre; aquel que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) le asesinó a su papá y a su tío; aquel que fue desplazado de su hogar en El Paujil, Caquetá; aquel socio de una empresa que administraba más de 170 taxis.

Él es Gibrán Arley Muñoz Bermeo, esposo y padre de dos hijos, víctima del conflicto armado que, con su trabajo y esfuerzo, ahora reside al norte de Bogotá en una casa de 3 pisos y vive, según él, una vida tranquila.


De lunes a viernes estudiaba en la escuela y los fines de semana se iba para la finca a ordeñar, una rutina que un niño citadino de cinco años no es probable que tenga. Sin embargo, el trabajo de campo no daba el dinero suficiente para suplir los gustos de los hermanos Muñoz, por lo que Gibrán decidió, a su corta edad, construir un carro pequeño de balineras e ir los domingos a la galería del pueblo, El Paujil, a cargar mercados. Recibía alrededor de doce pesos diarios en aquella época. Desde pequeño siempre ha encontrado la forma de ganarse las cosas por su propio mérito. El trabajo no era un problema para su minúsculo cuerpo y la pereza no estaba en su reducido vocabulario.

Cuando tenía diez años inició sus estudios en el Seminario Menor de Florencia, capital del departamento del Caquetá, donde lo obligaban a asistir todos los domingos a misa. Mientras Gibrán se educaba, su padre tuvo que abandonar la finca en el Paujil por una causa insignificante para muchos, pero contundente para la guerrilla de las FARC.


El teniente Carreño se encariñó con el perro de raza pastor alemán que tenía Flavio Muñoz, padre de Gibrán. Por el afecto y conexión que creó el teniente con el canino, Flavio le regaló el perro para que fuera su compañero de trabajo. Después de un tiempo, en un operativo del Ejército cerca del pueblo, las fuerzas militares dieron de baja a un integrante de las FARC. Allí se encontraba el pastor alemán de Flavio. Por ese detalle, la guerrilla pensó que Flavio estaba implicado en la muerte del rebelde.

El más simple gesto o acción en contra de la guerrilla era motivo para abandonar el departamento del Caquetá. Así como lo padeció Flavio, miles de colombianos son desplazados anualmente de sus territorios en Colombia. De acuerdo con la organización no gubernamental CODHES, en el 2021, 82.846 personas fueron desplazadas forzosamente en el país. Las razones de por sí son diversas. Sin embargo, se presenta la misma situación: familias que abandonan sus hogares y viven en la zozobra o, como es el caso de Gibrán, lloran la muerte de un ser querido.


Gibrán y su hermano Walker ya cursaban estudios en universidades de Bogotá cuando su padre decidió que se regresaba a su finca en El Paujil. En la madrugada, Flavio emprendió el viaje que, si no había derrumbe en el trayecto, duraría alrededor de 13 horas. Gibrán llamaba a su padre, pero él no respondía. Ya era tarde, cuando Teofisto y Rubiela Losada, tíos de los hermanos Muñoz, llamaron a la casa y anunciaron que Flavio Muñoz, su padre, había sufrido un grave accidente en la carretera. Alistaban la ropa para viajar a El Paujil, cuando, sin querer, doña Rubiela le dijo a la empleada del aseo: “Hay que echar una muda para el entierro”.


“Ahí nos dimos cuenta de que mi papá había muerto. Sentí que se derrumbaba todo, pensé ‘hasta aquí llegamos’, nosotros lo teníamos todo por él", recuerda Gibrán. Viajó a vestir a su padre que reposaba en su cama y, con ayuda de un tío, lo levantaron y lo pusieron en el ataúd.


La muerte de Flavio no fue un accidente. Limbania, madre de Gibrán, acompañaba a su esposo en su camioneta Montero, cuando en la carretera unos milicianos de las FARC los interceptaron.

“Mi esposo paró y me pasó un revólver. Me dijo: ‘Téngalo’”, relata su esposa con cierta impresión.

Los guerrilleros se subieron al Montero y continuaron su camino. En una curva, Flavio frenó fuerte y les dijo a los rebeldes: “Mi esposa se queda aquí”. Limbania recuerda, con lágrimas en sus ojos, que el señor Muñoz la miró fijamente y con un tono de voz convincente le dijo: “ Yo sé, mijita que vuelvo, bien sea vivo o muerto”.


Uno de los milicianos se llevó el carro entre la maleza húmeda del Caquetá. Limbania se quedó con dos hombres que la vigilaban. Minutos después, el auto regresó, pero sin su esposo.

“Él (guerrillero) venía pálido y con la camisa rasgada, y me dice: ‘Señora, tuve que matar a su esposo’”, cuenta Limbania con un vacío reflejado en sus ojos. Esta fue una de las primeras pérdidas de la familia Muñoz Bermeo.


Tras la muerte de Flavio el ambiente familiar se deterioró. Por un disgusto con su madre, decidió irse de la casa de Bogotá para la finca. Ya tenía 18 años y el trabajo de campo era su rutina para sustentar los gastos del hogar y sacar adelante el estudio de su hermano. Poco tiempo después, conoció a la mujer de su vida: Marly Norela Guarnizo. Luego de dos años de noviazgo, se casaron en la iglesia Nuestra Señora De Las Mercedes, en El Paujil, y concibieron a Marly Muñoz, su primera hija.

Duraron cuatro años en la finca hasta que comenzaron las extorsiones: la guerrilla, delincuencia común e incluso unos primos chantajearon a la familia Muñoz Guarnizo. Una noche, milicianos de las FARC sorprendieron con su llegada en los terrenos de los Muñoz con el objetivo de llevarse la moto de Gibrán. Él se negó al robo y estaba dispuesto a sacar su revólver para defenderse. En simultáneo, el miliciano también bajaba lentamente la mano para sacar la pistola de su bota.


“Yo cargué el revólver y lo primero que se me vino a la cabeza fue ‘Mi Diosito, perdóneme por lo que voy a hacer, pero a este tocó mandarlo ya a dormir’, puntualizó Gibrán con cierta impresión.

Milagrosamente, otro hombre en la lejanía alumbró con una lámpara y del susto salieron a correr los milicianos. Uno de ellos era ex mayordomo de la finca de Limbania.


Después llegaron los paramilitares a la Providencia, vereda donde ellos vivían. “Todo el mundo en el pueblo decía que nosotros éramos paracos”, menciona Norela. La tensión en el pueblo era evidente y los rumores no cesaban. Le ofrecían dinero a Gibrán para que diera información de quién era miliciano, pero él no se pronunciaba a tales propuestas. Existían retenes de la guerrilla por las carreteras como si fueran el Ejército y era necesario pedir permiso para movilizarse por las vías del departamento. Después de la presidencia de Andrés Pastrana, durante 1998 y 2002, la guerrilla era la ley en el Caquetá.


“No salíamos a Florencia ni a ninguna vereda, solo nos quedábamos en el pueblo”, cuenta Norela.

Días después asesinaron al tío Ignacio y las famosas “vacunas” de las FARC (dinero que debían entregarles para que sus tierras y vidas no se vieran atentadas) llegaban anualmente sin falta. Las personas le decían constantemente a Gibrán: “Muñoz, ¿usted no se ha ido?”, lo que ocasionaba preocupación y un sentimiento de zozobra constante en él. Aunque no se quería ir del pueblo, armó sus maletas y abandonó su hogar junto a su familia.


“Llegué a Bogotá y duramos quince días de arrimados en la casa de mi hermano”, narra Gibrán, a la vez que menciona cuán difícil era estar lejos de su hogar.


Unos días después de estar en Bogotá, y en su afán por tener una fuente de ingreso, Norela regresó al Caquetá para vender un ganado y poder comprar dos taxis en la capital. En el 2002, Gibrán comenzó a trabajar en un lavadero de carros donde facturaba cambios de aceite. Con un sueldo de 1 millón de pesos y los dos taxis produciendo, emprendieron la búsqueda de un lugar para vivir y encontraron un pequeño apartamento al norte de Bogotá, en el norte". Trabajaba de domingo a domingo, descansaba poco y el tiempo que compartía con su esposa e hija era corto.


“Me dejaban con empleadas. Prácticamente me crie sola y por eso tengo un carácter muy fuerte. Nunca iban a las entregas de boletines del colegio y tampoco me veían en porras”, menciona Marly sobre su relación con sus padres. Pero nunca le faltó nada y expresa el gran afecto que les tiene, pues ahora entiende a sus 26 años la situación que enfrentó su familia.


Luego de un tiempo, Gibrán se volvió socio del lavadero de carros donde estuvo tres años hasta que sus jefes vendieron el negocio y él comenzó a trabajar en Admi Taxi, la empresa de su hermano mayor. Ahí se administraban alrededor de 300 taxis. La labor de Gibrán era ayudar a controlar los ingresos de dinero y unificar los recaudos.


Además de recibir el 5% de ganancias de Admi Taxi, correspondiente a 4 millones de pesos de la época, era dueño de un taller de taxis que hacía parte de la empresa y realizaba latonería, pintura y mecánica. Su estado económico había mejorado del cielo a la tierra. “Facilito ganábamos en un mes 25 a 30 millones de pesos”, cuenta Gibrán.


A pesar del auge económico, la empresa se acabó y las entradas mermaron exponencialmente. Solo administraba los taxis de su hermano y los de él. A partir de eso crearon Admiservicio Muñoz, una segunda versión de la primera empresa que administraba 170 taxis.


“Él es muy estricto en su trabajo y toca hacer las cosas como él diga”, menciona Ingrid López, la mano derecha de Gibrán, quien lo conoce hace varios años y recalca la experiencia que tiene en el gremio de los taxis. Norela trabaja junto a él y pasan sus días aparentemente sin separarse un segundo.

Hoy en día continúan las vacunas en su finca. “Las disidencias de las FARC quedaron y se paga una cuota anual de 10 mil pesos por cabeza de ganado, alrededor de 2 millones de pesos o simplemente lo que ellos pidan”, cuenta Norela.


“El mono” tuvo el carácter de superar las adversidades. En Bogotá tiene la paz que no tuvo en el pueblo cuando no dormía tranquilo y solo pensaba en que cualquier momento se iba a morir. “Lo único es que yo no puedo dormir con una puerta abierta, siempre debe estar cerrada. Antes echaba llave, pero ya no”, menciona Gibrán.


Una versión de este trabajo fue publicada en alianza con Europa Press el 26 de julio del 2023. Consúltala aquí.

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