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Federico Ríos, el fotógrafo de la realidad de Colombia

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Cleyen Dayana Torres González y Danna Lucia Fernández Segura, estudiantes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de La Sabana

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Ser fotógrafo documental implica conocer de cerca la desgracia de la humanidad: el hambre, la muerte, el sufrimiento, la miseria el dolor y la injusticia. ¿Cómo lo enfrenta este colombiano? Conoce su historia.

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Foto:
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Sentado en el sofá de su casa, con cuatro años, Federico Ríos miraba con frecuencia las fotos del viaje de estudios que hizo su padre, Jairo Ríos, a Egipto e Israel entre 1980 y 1982. Esas imágenes de su papá montando en camello, parado frente a las pirámides y usando turbantes coloridos eran el centro de reunión de su casa. Hace 40 años, un viaje a Medio Oriente era algo fuera de lo común. Las fotos funcionaban entonces como una prueba de que lo que su padre contaba era cierto, y esas imágenes casi siempre daban pie a largas conversaciones. Desde ese momento, sin saberlo, surgieron en la cabeza del futuro fotógrafo preguntas sobre el poder narrativo de las imágenes, y su capacidad de convertirse en ventanas a mundos lejanos o desconocidos para quienes las miran.


Manizales, en la región cafetera, fue la cuna de este fotógrafo documental, y al hablar de su infancia alude a recuerdos montando en patineta, escalando, haciendo camping, fogatas, montañismo y parapente en el Nevado del Ruiz, el de Santa Isabel, del Cisne y el paramillo del Quindío. A la mayoría de los niños las fotos se las toman sus padres. Ríos, en su casa, era quien las tomaba. Recuerda especialmente un viaje que realizó a sus 11 años. Era 1992, había hecho su primera comunión y sus padres le dieron a elegir entre Cartagena o San Andrés, porque su regalo sería un paseo a la playa. Días después, cuando tenía que confirmar el destino, Ríos dijo que ninguno de los dos. Lo había pensado bien y quería ir al Amazonas. Entonces, en noviembre, viajó con su padre: “Hicimos cosas que ni se deberían contar: trayectos por el Amazonas de noche, buscamos cocodrilos con cazadores ilegales... A mí lo que me gustaba era eso: la selva, las aventuras, no las playas ni el mar”. Durante ese viaje, vio indígenas con taparrabo y tocó por primera vez una anaconda. Regresó cargado de historias y fotos que parecían sacadas de un libro de expedicionarios. Así, la selva y el sur de Colombia, territorios misteriosos y mágicos para un niño, y todavía desconocidos e inalcanzables para muchos adultos, fueron decisivos para su futura vocación.


Porque en la infancia muchos sueñan con ser doctores o astronautas, pero Ríos anheló desde muy pronto acercar a otros todos esos escenarios lejanos por medio de la fotografía. A sus 12 años, ya sabía que prefería los viajes azarosos a las comodidades y lujos de un hotel. Y varios años después decidió iniciar la carrera de Comunicación social y Periodismo en la Universidad de Manizales, solo con el objetivo de dedicarse a comunicar a través de la imagen. Allí tuvo grandes maestros: Fredy Arango, Martha Monroy, Darío Cardona y Jhon Jairo Bonilla. Pasaba días mirándolos trabajar, analizando su trabajo y conversando con ellos. Y cuando estaba en séptimo semestre, empezó a hacer reemplazos para el periódico El Tiempo y La Patria, en las seccionales del Eje Cafetero. Ahí empezó su carrera.


Pero entonces corría el año 1998 y todavía no se trabajaba con cámaras digitales. “Recuerdo que Darío Cardona me enseñó a revelar el color en un laboratorio improvisado en el baño de una oficina. Incluso trabajé al lado del mítico Carlos Sarmiento. Con ellos aprendí a moverme, a ubicarme y a anticiparme para obturar”, recuerda Ríos. Y cuenta que la primera oportunidad que tuvo de formar parte de un equipo profesional de fotógrafos se la dio Adriana Villegas. Ella le permitió hacer fotos de un festival de teatro para el diario Textos del festival: “Cinco rollos de negativo por día durante una semana, en jornadas maratónicas que se repartían entre las salas de teatro, el laboratorio de revelado y la oficina de prensa”. Así empezó a poner a prueba sus conocimientos y capacidades.



Lo que cuestan los comienzos



Pero no era exactamente eso lo que quería. Entonces, con 23 años, decidió viajar a Bogotá, con más sueños que dinero en el equipaje. Vivió entre el sofá y el colchón de algunos conocidos, mientras buscaba su sitio. Pero nueve meses más tarde, tomó un bus de vuelta a Manizales con las manos vacías. Se conformó con un trabajo como diseñador, donde tenía que estar sentado todo el día en un escritorio. Se ganaba la vida, pero era infeliz. Cuatro años después volvió a Bogotá a seguir tocando puertas, hasta que una se abrió. Era el diario El Espectador, y allí trabajó dos años. Luego se fue a El Tiempo, dos años más. Y luego, la Agencia Efe. En esos años su salario nunca alcanzó los dos millones de pesos. Y vivía lejos de su esposa, con la que hoy tiene dos hijos. Era el año 2011 y se atrevió a pedir un aumento o un traslado, pero la respuesta fue no. Entonces,  con el arrojo que lo caracteriza, y sin miedo por delante, renunció sin tener nada asegurado en otro sitio. Lo único que tenía era un proyecto que hacía tiempo rumiaba en su cabeza, del que solo sabían sus padres y su esposa. Cogió sus ahorros y tomó un bus con destino a Medellín, donde alquiló un cuarto en un rincón de la comuna 13.


Desde allí empezó a documentar lo que entonces pocos mostraban: las drogas, los combos, la violencia en la 13, la juventud sin futuro y los asesinatos. Fueron meses difíciles. Durante un año intentó que algún medio le publicara la historia de esa comuna. Y la puerta que se abrió no fue en Colombia, sino en el diario El País de España. La mañana del 9 de abril de 2012, cuando pasaba su luna de miel en Barcelona y caminaba por la capital catalana, reconoció en un kiosco de prensa una foto suya en portada. El titular de El País decía: “Ya no hay virgen para los sicarios”, y la imagen era un retrato en primer plano del “Bola”, un joven pandillero de la comuna 13. La foto era mitad luz y mitad sombra, empuñando un revólver que apuntaba a su rostro.


Esto desató la polémica en Colombia. Hacía poco Medellín había ganado el premio a la ciudad más innovadora, intentando sacudirse el estigma de violencia. Y los medios de comunicación en el país empezaron a preguntarse quién era el fotógrafo que había puesto el dedo en la llaga. Como explica su amiga y colega, Eliana Aponte, Federico Ríos tiene un gran talento con la cámara, pero fueron su tenacidad y persistencia los que lo llevaron al  éxito y reconocimiento con el trabajo que realizaba.



Llegaron las Farc a su vida



La primera vez que Federico Ríos vio a unos guerrilleros de las Farc fue en una carretera de los Llanos Orientales.Tenía 8 años y vio cómo dejaban sus fusiles a un lado de la vía y se acercaban a los carros detenidos en la carretera. Allí estaba él con su familia, –iban hacia el parque El Tuparro, en el Vichada, a un paseo–. Y esos combatientes se acercaron solo para pedir ayuda porque se habían quedado sin gasolina. “Yo pensé: esta gente dejó las armas abajo, están pidiendo ayuda, sin hacerle daño a nadie”, recuerda. Lo que veía era totalmente distinto a lo que mostraban los noticieros, y eso lo confundió. Lo llenó de preguntas: ¿Dónde viven estas personas?, ¿quiénes son? ¿por qué los colombianos piensan que solo cabe la posibilidad del secuestro o el asesinato si se encuentran con las Farc? Desde ese momento, sintió la necesidad de conocer a los guerrilleros como personas, cómo vivían y quiénes eran en realidad.


En el año 2011, cuando ya Ríos trabajaba en Bogotá, el entonces presidente Juan Manuel Santos realizaba un consejo de ministros en Toribío, Cauca, por una serie de ataques de la guerrilla a la fuerza pública en esa zona. Al día siguiente, uno de los aviones escoltas del presidente fue derribado por las Farc. Varios medios de comunicación fueron a documentar esa acción de guerra. Y cuando las Farc iban a entregarle a la Cruz Roja Internacional uno de los cadáveres, el Ejército realizó una emboscada. Por más de treinta minutos solo se escuchaban disparos en la colina del municipio. Los habitantes corrían para intentar resguardarse en un lugar seguro. Y  varios periodistas quedaron atrapados en el fuego cruzado, entre ellos Federico Ríos. Fue en esa situación accidental que el fotógrafo logró capturar sus primeras fotos de las Farc, esos que desde niño había querido conocer y entender, y que luego serían uno de los temas más recurrentes en su carrera.


Tras el suceso en Toribío, Ríos intentó durante varios meses comunicarse con los dirigentes de la guerrilla para ir a uno de sus campamentos. La búsqueda empezó en el Cauca y después de varios días logró concretar un acuerdo: podría ir a los campamentos, sin que los comandantes pudieran decirle qué fotografiar y qué no. Al día siguiente lo llamaron para darle instrucciones: “coja un bus a tal parte”, y esa fue la única indicación. Por su cabeza pasaban todo tipo de suposiciones de lo que podría suceder. Sus manos temblaban y sudaban. Aun así, sin saber hacia dónde lo llevaría ese bus, agarró sus cámaras, baterías, lentes, cargadores, tarjetas de memoria y rollos fotográficos. Tomó el bus. Y al llegar al lugar indicado, lo alojaron en la casa de la madre de un soldado desertor que se había unido a la guerrilla. Y mientras estaba allí temía que los paramilitares le hubieran chuzado el celular, que lo mataran.



Un asunto de confianza



Cuando llevaba ya varios días viviendo en esa casa, apareció alguien a recogerlo en una moto a las 4:30 de la mañana. No sabía a dónde lo iban a llevar. La ruta fue larga: tardaron 2 horas en las que solo se veía selva a los dos lados. Llegaron a un lugar en medio de la nada y el motociclista solo tenía la instrucción de dejarlo ahí. Le preguntaron si iba para donde las Farc o el Eln. Ríos sudaba frío. Su voz temblaba. Sus piernas también. No sabía en manos de quién estaba. Con un hilo de voz cortada contestó que iba para donde las Farc. Entonces vino un guerrillero a recogerlo en un caballo y lo llevaron por fin, susto tras susto, hasta un campamento. En ese lugar desconocido, rodeado de personas que podrían ser peligrosas, reconoció enseguida al hijo de la dueña de la casa donde lo habían alojado días antes, la de la familia del soldado que se unió a la guerrilla. Lo reconoció porque había visto sus fotos con el uniforme del Ejército en la casa de su madre.


La mayoría de colombianos temían cualquier acercamiento con grupos guerrilleros. Ríos, en cambio, estaba dispuesto a tomar riesgos para cumplir su objetivo de ser fotógrafo documental. “Yo sabía a dónde quería llegar, pero no cómo. ¿Quién me cuidaba? Nadie. Solo contaba con un esquema de seguridad con la Cruz Roja Internacional, diseñado solo para una cosa: en caso de que me mataran, ellos tendrían conocimiento del lugar en el que podían recoger mi cadáver”.


Ganar la confianza de las personas que habitaban ahí no iba a ser tarea fácil. Fue un proceso que, según cuenta, duró alrededor de tres semanas. El fotógrafo aprovechaba cualquier oportunidad para conversar con los guerrilleros. Cualquier comida del día, cualquier café o actividad. Sin embargo, Ríos tenía claro que era periodista, no guerrillero, y podía guardar secretos, pero no ser cómplice en ningún momento.


Cristina Taborda, ex combatiente y hoy amiga de Ríos, explica que “su trabajo como fotógrafo, en los últimos 10 años, ha sido de alto riesgo, en pleno auge del conflicto armado colombiano. El sólo hecho de ingresar a los campamentos ya era un reto. Estaba expuesto al fuego de todos los bandos”. Durante la década que visitó estos campamentos, cargaba en la maleta sus cámaras, una hamaca, pañitos húmedos, crema número 4 –para calmar el ardor de las peladuras causadas por las largas jornadas en mula– y las memorias SD las guardaba en condones. Esto fue suficiente para capturar la realidad de los campamentos de madera, lonas y plásticos en los que vivieron 50 años las Farc en medio de las montañas y la selva colombiana.


“Lo jodido es que siempre nos pintaron a las FARC como asesinos y secuestradores”, dice Ríos: “Yo mismo tenía un preconcepto de las FARC y sabía que no podía llegar con él. Y lo que me encontré fue una cosa muy distinta: unos tipos que luchaban por unos ideales, que ayudaban a la comunidad de algunas maneras y que también usaban los métodos armados: minas antipersonales, ataques sorpresa, guerra de guerrillas. Pero todo eso es un entramado de una complejidad absurda. ¿Qué hice yo? Pues documentarlos”.


Fue así como este fotógrafo evidenció en carne propia el poder de las imágenes para transmitir emociones y contar historias, algo que había intuido desde niño cuando veía las fotos de los viajes a Egipto de su padre. Al visitar distintos campamentos guerrilleros, retrató y acercó para los colombianos una realidad desconocida para todos. Recorriendo las selvas del país, conoció las brigadas de salud, los bazares, los bailes, los partidos de fútbol de la “Selección Farc” y, con su cámara siempre en la mano, vio las historias de amor y compañerismo entre seres humanos, más allá de su faceta de personajes oscuros y peligrosos que imaginaba la sociedad colombiana.



Ríos y su trabajo en los grandes medios



Era un jueves de 2018. Federico Ríos estaba desayunando en su casa en Medellín cuando recibió una llamada del jefe de recursos humanos de The New York Times. Le ofrecía trabajar con ellos. Sus fotos de los campamentos guerrilleros empezaron no solo a aparecer en ese medio, sino a ser portada. Pero ese mismo año aparecieron otras fotografías suyas de un grupo de disidentes de la guerrilla en la cordillera occidental de los Andes. “Cuando publicamos este artículo, pisamos muchos callos. Las FARC no querían reconocer que había disidencias, el gobierno saliente tampoco quería reconocer que esa era una situación que los confrontaba y el gobierno entrante no quería ni hablar de todo lo que estaba pasando. Hubo mucha gente incómoda”, señala.


Pero Ríos sabe que el buen periodismo, como decía George Orwell, está hecho para incomodar. “Me siento orgulloso de publicar mis imágenes en el NYT porque es un periódico que tiene un respaldo, una ética y un nivel de periodismo importantísimo. Me siento muy satisfecho cuando veo que les gusta y se comprometen con mi trabajo. Entonces, siento que es un ejercicio de doble vía: yo propongo temas, o ellos, y así encontramos las historias y las noticias”.


Pero dice que esas son alegrías efímeras , igual que cuando publica en otros diarios y revistas nacionales e internacionales como National Geographic, Stern, la revista Time, Paris Match, Das Magazin, Tages Angeizer, El País de España, El Universal de México, Folha de Sao Paulo, entre otros. También cada premio que ha recibido por ellas es un festejo para él, pero sabe que esas celebraciones vienen cargadas de responsabilidades: ya se abrieron para él todas las puertas –ya no son los tiempos de Bogotá en los que tuvo que volver a Manizales sin nada entre las manos–. Pero trabajar en medios tan prestigiosos lo obliga a sostener un compromiso con los estándares éticos, fotográficos y periodísticos más altos. No puede escudarse con artimañas para no hacer un trabajo con toda la altura necesaria. Además, Ríos no se considera un fotógrafo “de conflicto”, sino un profesional que ve en cada foto una creación de luz, elementos, momentos, relaciones y, sobre todo, un gran puente de diálogo.


Publicar en estos medios le ha valido no solo prestigio sino la posibilidad de hacer grandes amigos. Entre ellos Sofia Villamil, con quien ha trabajado en historias como la del Darién, la de los niños que murieron en un bombardeo o el muy sonado tema de la coca en Colombia en tiempos de paz. Para Villamil, trabajar con Ríos “es un gusto. Es una persona que se conecta con la gente, sabe mucho cómo trabajar en campo, es precavido y muy conocedor de la realidad del país”.



Llegan las amenazas



“Pero la fotografía documental es como un asiento VIP al infierno de la humanidad”, dice Federico Ríos, y con esto se refiere a lo que tiene que ver en su trabajo: el hambre, la muerte, el sufrimiento, la miseria, el dolor y la injusticia. Y una de esas temporadas en el infierno que más recuerda es cuando llegaron las amenazas. Era el sábado 18 de mayo del 2019, y Ríos comía fríjoles en un almuerzo familiar cuando fue interrumpido por una llamada de su jefe del New York Times desde New York. Le avisaba que había aparecido en una fotografía, en un tweet de la congresista María Fernanda Cabal, en la que se le veía montado en una moto conducida por un integrante de las Farc. En primer plano también aparecía Nicolás Casey, el entonces jefe de The New York Times para la región Andina. Dicha foto había sido tomada tres años antes, en el 2016. Él mismo la había colgado en su perfil en Instagram y el copy decía: “Durante el trabajo que hicimos en un campamento de las Farc para The New York Times con Casey”.


Horas antes del tweet, el diario había publicado un artículo de Nicolás Casey titulado“Las órdenes de letalidad del Ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles, según oficiales”. Allí se explicaban las posibilidades de que en Colombia volvieran los “falsos positivos”, muertos a manos del Ejército que luego hacían pasar como guerrilleros o paramilitares abatidos.


Con esta fotografía, la política Cabal buscaba demostrar que Casey estaba de gira con la guerrilla, pero no se percató de que el hombre de la moto era Ríos y no el periodista estadounidense. “Empezaron a llover las amenazas”, cuenta. Y por decisión del diario, por su seguridad, se vio obligado a salir del país al día siguiente de esa publicación de la congresista. “Este trino desató una ola de señalamientos por redes sociales. El periódico hizo una evaluación de seguridad y decidieron que era mejor que me fuera”. Un mes después, sentado en el estudio de su casa en Medellín, ya de vuelta, pensó: “¿Qué voy a hacer? Pues cuidarme el pellejo, pero no es una tipa a la cual voy a enfrentar legal ni públicamente”.


En Colombia, cualquiera que quiera mostrar, como Ríos, la realidad sin tapujos, puede ser víctima de señalamientos y amenazas. “Tuve que exiliarme unos días. Esto no es agradable y no se lo deseo a nadie, pero hay que levantar la voz y decir que en este país asesinan y amenazan periodistas a diario. No solo a mí, sino a muchos que desde las regiones hacen labores heroicas, que trabajan con las uñas y que se levantan en contra de los poderosos y de los intereses económicos que quieren callarles la voz. Pero esas son las voces que informan a las comunidades”, señala. Ríos, precisamente porque conoce los riesgos que corre, junto a las dos o tres cámaras que carga consigo, lleva un torniquete por si le estalla una mina en un pie y un kit de emergencia para sangrados profundos o posibles disparos. El fotógrafo insiste en que documentar un conflicto implica una dosis de peligro inevitable. Así que cada vez que llega a su casa en el Poblado, en Medellín, siente un alivio de haber regresado con vida.



De lo impreso a lo digital y de vuelta a lo impreso



Verde es uno de los últimos trabajos de este fotógrafo colombiano, otro resultado de sus años fotografiando a las Farc, pero también de conversaciones y diálogos con amigos, editores y familia. En especial con Santiago Escobar Jaramillo, gran amigo y editor del libro. Un día de 2019 le dijo: “Ya está listo, vamos a hacer el libro”. Y ahí comenzó un proceso largo y complicado de revisión y edición de las fotografías que hizo durante diez años. El prólogo lo escribió Alejandro Gaviria, entonces rector de la universidad de Los Andes, a quien Ríos admira por su perfil humanista y ambiental, con el que coincide. “Gaviria fue ministro durante las negociaciones con las Farc y me pareció importantísimo que una persona que estuvo tan cerca del proceso también tuviera voz en el libro”, asegura.


El libro, de gran formato, está envuelto en un mapa de Colombia que se despliega e indica los lugares donde se tomó cada fotografía. De la Guajira a Nariño, de Antioquia a Putumayo, lugares como Anorí, Briceño, Tarazá, Remedios, Segovia, Bajo Cauca y el Magdalena Medio son protagonistas en la narrativa.


El nombre no es una casualidad. La portada es de color verde y hace alusión a la selva y al camuflado de los uniformes que visten los bandos enfrentados en la confrontación armada que ha asolado a Colombia, y lo hace todavía: “Un verde abarca el camuflado del Ejército, la Policía, la Fuerza Aérea, la Armada Nacional y de las guerrillas: Farc, Eln, y los paramilitares. Todos están ahí. En medio de eso, el verde es la esperanza y verde es lo único que nos queda”, explica el fotógrafo.


Pero como siempre para él, se trató de un proceso doloroso. Muchas editoriales le cerraron las puertas, y las respuestas que recibía eran “no” tras “no”, por el contenido político del libro. “En Colombia, las editoriales no quieren comprometerse con el tema de la paz. Aquí es un tema que da miedo y alergia. La gente se asusta mucho con este asunto y entonces, en ese susto, una editorial piensa que, si publica algo sobre el Acuerdo de Paz, el Gobierno le va a retirar la pauta, las compras o la va a bloquear en algunos escenarios. Colombia sigue siendo un país muy pequeño y en el que los compromisos políticos pesan en las billeteras de todo el mundo”, añade Ríos.


Pero el escritor Mauricio Duque Arrubla explica la importancia de que este libro se publicara: “Ríos nos muestra personas como nosotros que, por alguna razón, terminaron combatiendo, usualmente por motivos ajenos a ellos y por decisiones de poderosos que ni siquiera conocían. Creo que este proyecto fue rechazado por editoriales de renombre por el tema y los prejuicios. Y por eso fue toda una serendipia que la manufactura fuera en una ciudad y en una empresa pequeña, con la guía de una editorial no muy famosa (pero, dicen los que saben, de las mejores en fotos de libros del continente). Somos la gente común la que más valoramos un documento de esta calidad y de tanta potencia”.


El libro, entonces, es una especie de autopublicación, pero con mucho éxito. Se hizo una primera edición de mil libros y se vendió toda en cuatro días. En la segunda impresión tiraron mil libros más, que también se vendieron enseguida. “No esperaba que Verde tuviera el impacto que está teniendo, por ser un libro crítico con las Farc, con el gobierno y con la sociedad. Esperaba que tuviera una acogida muy de gremio. Pero el libro ha recibido comentarios positivos de personas que pertenecían a las Farc y también al gobierno”, explica el fotógrafo.


Ríos ya había publicado en 2012 otro libro de fotografías, “La ruta del cóndor”, y en 2013, “Fiestas de San Pacho, Quibdó”, junto al colectivo de fotografía Más Uno.


Hoy en día, este fotoperiodista documental, además de seguir fotografiando la realidad colombiana, dicta talleres de fotografía. Y como invitados especiales siempre lleva algunos excombatientes, ya que uno de sus compromisos es ayudar a estas personas a reinsertarse en la vida civil, para seguir construyendo la paz que Colombia necesita. Ríos se ha convertido ya en un gran referente para sus colegas, estudiantes y jóvenes periodistas. Como lo expresa su amiga Miyer Juana, “su trabajo es impecable, su experiencia y trayectoria es admirable, y definitivamente se ha convertido en referente porque posee un gran carisma y humildad para compartir su conocimiento”. Ríos es, sin duda, ya uno de los grandes de la fotografía en Colombia. Y venga lo que venga en su trabajo queda claro que sus fotos son indispensables para entender la realidad colombiana. Seguirá incomodando. Pero nunca defrauda.

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