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Salvado por el cascabel

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Zuadi Pinto, Comunicación Social y Periodismo

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Hace algunos años, cuando un familiar mío se enfrentó al cáncer, entendí la desesperación que se puede llegar a tener por librarse de la muerte. 

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Salvado por el cascabel
Foto:
Javier Ábalos - Flickr

Me dirijo hacia el municipio de Simijaca en Cundinamarca, porque me habían contado que allí, en una montaña, se llevaba a cabo la elaboración de este tratamiento y otros procesos de medicina ancestral. Cesar y Claudia, médicos homeópatas, me sirven de guía para llegar al lugar. Cesar menciona que la carretera siempre fue peligrosa, mínimo un accidente se veía cuando iban al consultorio y llevaban los cascabeles en cajas de cartón.


A tan sólo unos 15 minutos de llegar, nos encontramos con una volqueta que entre sus ruedas tiene enredado lo que parece un cuerpo magullado y una moto ya casi desarmada, a dos metros otro cuerpo, deduzco que es de una mujer. Pienso en la repentina visita de la muerte, sea a través del cáncer o un accidente y en cómo evadirla, tal vez con prudencia o, quizás… con carne de cascabel.


Cuando menos me doy cuenta estamos en una carretera totalmente destapada y difícil de transitar. Claudia menciona que es la misma trocha de hace unos treinta años y siempre los pacientes tienen que subirla a pie, a caballo, o en alguna camioneta.


Al llegar a la finca, veo a lo lejos un objeto colgando del tejado que da al solar, pienso que podría ser un adorno de viento que cuelgan en las casas de campo. Sale una mujer en delantal con mejillas rojas, el cabello largo y con algunas canas. Doña Sofía nos da la bienvenida y se pone a hablar con Claudia sobre temas pendientes, parece que no se veían hace mucho. Al pasar por el solar veo que aquel adorno que cuelga del tejado no es menos que la carne de una serpiente cascabel secándose. Doña Sofía me dice que esa ya lleva ocho días y sólo falta que se le seque el espinazo.


Don Roman nos espera dentro, en su consultorio, una habitación de la casa adornada con diferentes figuras religiosas, un par de certificados de la contraloría de Colombia con el nombre de Roman Morato Rodríguez y envases de medicina naturista. El hombre de unos 90 años, con sombrero y ruana, nos invita a sentarnos para hablar un poco del proceso antes de la preparación del medicamento.


Este remedio ha curado gran cantidad personas con cáncer, dice él, pero exige una dieta rigurosa, pues la carne de culebra es la más celosa de todas. Desde el momento que se toman las cápsulas, la persona no puede consumir ningún tipo de carne ni leche entera; “de lo contrario, a los tres días estará bajo tierra en el cementerio”, dice Roman, y sin más preámbulos, el señor en ruana se pone de pie y me dice que salgamos al solar por las culebras.


De una bolsa de costal, Don Roman saca una soga que en un extremo tiene atada la cabeza de una culebra. “Esta es hembra”, dice. Y le pide a su mujer que le alcance el palo para sostener su cabeza contra el piso. Me espanto al ver como deja salir el cascabel del costal y me doy cuenta de que no existe mucha seguridad, como la de los zoológicos o exhibiciones de animales, nada más que un cuchillo, una cuerda y un palo. Intento mantener la compostura mientras él comprueba que sí sea cascabel, pues su carne es la única que funciona. Resulta que estos animales se han vuelto muy costosos y algunos estafadores aprovechan su similitud con la serpiente “talla x” y le pegan un cascabel en la cola para venderla.


La culebra agita la cola haciendo sonar el cascabel de forma impaciente, la soga sostiene su cuerpo y el palo mantiene su cuello contra el piso y, en cuestión de segundos, su cabeza es separada del cuerpo por un corte que el anciano le hace con mucha precisión. Doña Sofía se acerca para recoger la cabeza y meterla en el costal, dice que debe ser con mucho cuidado pues la cabeza puede morder, aunque esté separada del cuerpo. Al dirigir la mirada a lo que queda del cascabel, siento un escalofrío al ver cómo el cuerpo degollado se sigue retorciendo.


Don Roman hace un corte a lo largo del cuerpo hasta llegar a la cola para sacar el relleno, descubre que estaba preñada y saca los nueve huevos para pasárselos a su señora. No puedo evitar sentir unas náuseas inmensas y una ahorcada que disimulo aclarando la garganta y recuerdo que desde muy pequeña me parecía desagradable comerme un animal, esta vez me encontraba frente a una situación mucho más complicada, pero sigo manteniendo la compostura.

El cuerpo sin relleno ahora es lavado para limpiar la sangre y facilitar quitarle el pellejo para sólo quedar con lVa carne. Me impresiona ver la práctica que el anciano le tiene al proceso. No tarda más de 10 minutos en dejar la carne, que continúa retorciéndose, limpia. El cuero también va a dar con la cabeza, los huevos y órganos en el costal, y doña Sofía dice: “Esto hay que botarlo bien lejos o enterrarlo porque cuando se empieza a descomponer huele muy maluco y es un peligro para los perros”.


Con una nueva cabuya, se amarra la carne de la culebra y se cuelga en el techo para dejar que le dé el sol por unos ocho o quince días. Esta se seguirá moviendo y retorciendo por unas doce horas, añade doña Sofía y me invita a pasar para ver el siguiente proceso.


Sobre el escritorio tienen unas ya secas que parecían ser de hueso por su contextura y color. Estas pasan por un molino manual para ser pulverizadas y posteriormente ser encapsuladas. Cada vez que la mano hace girar el molino, suena como la cubierta de una nueza cuando se rompe. De la parte final del molino sale un polvo fino mezclado con algunas astillas que luego serán separadas y horneadas para volver a ser trituradas. Acá nada de desperdicia.


Todos en la casa familiar ayudan a encapsular el polvo. A cada carne de culebra se le puede sacar aproximadamente 200 cápsulas. Doña Sofía dice que eso es muy desgastador y que probablemente dejarán de dedicarse a ello, porque ni siquiera los clientes lo agradecen.


Una mujer del mismo pueblo lleva ya seis meses en el tratamiento, tiene cáncer de mama y dice que gracias a Dios conoció a don Roman antes de que le hiciera metástasis en los pulmones. Desde entonces, se las ha estado ingeniando para conseguir los cascabeles y traerlos. Cada serpiente le vale alrededor de 600.000 pesos, pero eso no es lo complicado, pues sus hijos le han ayudado con los gastos. El problema es transportar los cascabeles desde el Huila hasta la casa donde se elabora el remedio. En los últimos años, la policía se ha puesto muy alerta con el tráfico de animales como loros, micos y culebras. Quienes quieran pasar estos animales se arriesgan cubriendo las cajas con ropa interior, elementos de higiene como toallas higiénicas y demás para evadir la extensa requisa de las autoridades.


Otra opción, que al parecer no dio mucho resultado, fue la de unos campesinos de Buena Vista, quienes metieron las culebras en tanques de agua y las alimentaban con cajas de pollos pequeños. Las pésimas condiciones daban como resultado serpientes pequeñas y enfermas que no funcionaban igual para el tratamiento.


Estas situaciones han llevado a esta mujer con cáncer de seno a mandar a sus hijos en carro por las serpientes o incluso pagar sobornos para que le permitan pasar los reptiles sin problema, pero eso le sale mucho más costoso. Por otro lado, dice que este tratamiento es lo que la ha mantenido viva pues, según sus médicos, ya sólo le falta un 20% de recuperación. Sólo una vez, en confianza con uno de los médicos, le reveló el tratamiento que ella seguía. El médico le dijo que conocía sobre este, le recomendó continuarlo y hacerle caso a las indicaciones que le daban como no comer carne. Por su parte, Roman dejó de traer las culebras por su cuenta desde que los clientes lo empezaron a acusar de estafador por los altos precios. Ahora los pacientes deben conseguirse las culebras por su cuenta, como esta mujer, o resignarse a morir.


Esta práctica sin duda se ha convertido en un tabú por su relación con el tráfico animal y el consumo de esta especia como tratamiento de cura para el cáncer. De vuelta por la trocha, me doy cuenta de haber logrado un panorama más consciente de la desesperación que puede generar la visita de la muerte. Aquella tan difícil de aceptar para algunos, pero que nos llegará a todos en algún momento. Me cuestiono a mí misma si llegaría a consumir carne de culebra en una situación crítica y prefiero evadir la respuesta.

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