Juan Esteban Neira Aguirre
En febrero de 2008, Julián Oviedo Monroy, hijo de Blanca Nubia Monroy, llegaba a su casa, ubicada al frente de una fábrica en la localidad de Soacha, con la buena noticia de que había conseguido un trabajo. Un mes después, el domingo 2 de marzo, amanecía misterioso, parecía esconder algo, se encerró en su cuarto a leer la biblia durante toda la mañana. Su celular no dejaba de sonar, alguien lo necesitaba con urgencia. A las 5 de la tarde, su madre salió a comprar la comida y cuando regresó él estaba listo para salir de su hogar, iba a encontrarse con el señor que le había prometido el trabajo, el mismo hombre que le llamaba con presura. Su madre se despidió de él sin saber que esa iba a ser la última vez que lo vería.
Pasaron 6 meses y seguía sin noticias de Julián. En el barrio, Blanca escuchó rumores de que los muchachos que estaban desaparecidos en Soacha estaban siendo encontrados muertos en Santander. Ella, devastada, salió decidida a buscar a su hijo, fue hasta Medicina Legal y a la Fiscalía, pero no recibió ninguna respuesta.
Triste y desolada, fue a visitar a una amiga de la familia para buscar consuelo. Sin embargo, esta mujer tenía una grave noticia y su visita no fue lo que esperaba. “Me dijo que mi hijo, aquel muchacho que vivía al frente de la fábrica, hacía parte del grupo de personas muertas encontradas en Bucaramanga”, afirma Blanca, con lágrimas en sus ojos.
Un apelativo falaz
Las ejecuciones extrajudiciales u homicidios agravados en términos penales van más allá del simple hecho de matar; tienen el fin específico de satisfacer las ambiciones personales e institucionales. A los ‘falsos positivos’ se les conoce, sobre todo, en el gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, y con el ministerio de Juan Manuel Santos, por una práctica que se hizo sistemática en el país a propósito de unas directrices que buscaban aumentar y generar en la opinión pública una sensación de efectividad en la lucha contra la insurgencia.
La manera de entregar ese tipo de respuestas tenía que ser con capturas o bajas en combate. Paralelamente aparecen una serie de incentivos de carácter promocional dentro de la misma institución, sobre todo en una estructura en la que se maneja la fraternidad y el reconocimiento de cara a quienes apoyan una causa. Entregar resultados ‘positivos’ tenía entonces enormes contraprestaciones.
A Jairo Ignacio Acosta Aristizábal, profesor de derecho penal desde hace 26 años, y procurador delegado ante el tribunal, quien tuvo a su cargo los ‘falsos positivos’ de Soacha, no le gusta el término; ya que, según él, termina banalizando los actos de barbarie que redujeron a distintas personas, las cuales, dada su debilidad manifiesta en la sociedad por su condición económica, adicciones a la droga, y porque cometían pequeñas infracciones características de la población marginal, fueron víctimas de otros.
‘’El problema empezó cuando varios grupos de militares llegaron a la zona de Ocaña, en el Norte de Santander, específicamente en la brigada 15, donde se propusieron entregar resultados favorables de su gestión’’, afirma Acosta. Es allí entonces donde este grupo, dirigido por coroneles y jefes de operaciones que ya habían estado en otros sectores del país, empezó a reclutar a jóvenes como Julián que tenían estas singularidades.
Por medio de civiles, a quienes los militares les entregaban beneficios económicos, se montaron oficinas de reclutamiento en Soacha, que es el municipio más poblado de Cundinamarca, con una problemática de desigualdad social y poco control. Le hicieron promesas a esta población, le ofrecieron trabajo y posibilidades en la zona. Fue así como armaron un convoy y se llevaron a los muchachos exigiéndoles únicamente que cargaran consigo su identificación.
Tatuajes de muerte
Según Acosta, una vez reclutados, los trasladaban hacia el Norte de Santander donde se montó un teatro de operaciones. De manera fraudulenta se crearon datos por parte de informantes que tenían conocimiento de los movimientos de la guerrilla, en ellos se hacían señalamientos en contra de estos reclutados que aparecerán más adelante en el escenario. Cuando llegaban a los sitios se armaba una puesta en escena, donde se soltaba a estos reclutados y se les acribillaba sin piedad.
Acosta asegura que existía una alianza con el cuerpo técnico de policía judicial que pertenece a la Fiscalía. Ellos eran los encargados de hacer los levantamientos de cadáveres; sin embargo, los hacían de una manera superficial y no detallaron signos que quedan cuando las muertes no se dan en condiciones normales de combate sino a quemarropa.
“Cuando se le dispara a una persona desde muy cerca, el fogón de pólvora impregna la piel y deja un círculo oscuro, a esto se le denomina ‘tatuaje’. Normalmente en los combates, exceptuando los asaltos, esto no se debería dar”, explica Acosta. Medicina Legal y el cuerpo técnico ocultaban esto, las reglas que se utilizaban para medir el diámetro de las heridas las colocaban sobre los ‘tatuajes’ para que no fueran evidentes. Finalmente, estas víctimas aparecían sepultadas como bajas en combate y sin la suficiente identificación, ya que no les convenía que se dieran cuenta de que venían de los mismos cotejos.
Jurisdicción Especial para la Paz
Iván Augusto Gómez Celis, fiscal coordinador de los tribunales de justicia y paz en Santander, explica que la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, es una justicia que está por fuera de la ley ordinaria colombiana. “Tiene un tribunal especial para la paz con unos funcionarios y una distribución totalmente distinta a la ley ordinaria, toda vez que está regida por la ley 975 de 2005. Juzga actores armados de izquierda”, afirma.
Blanca se considera como una mujer con sed de venganza y de justicia, tiene el anhelo de ver a los que mataron a su hijo entre unas rejas. Para ella, la JEP le da a los responsables impunidad, ella como víctima no está de acuerdo. Sin embargo, espera que el tiempo le dé la razón y le enseñe a ver las cosas buenas que tiene la Jurisdicción Especial para la paz y la Comisión de la Verdad. Quiere ver una certeza plena, desea algún día sentarse y darse cuenta de que su lucha no fue en vano.
A la fecha, existen 15 militares de alto rango que están condenados en primera y segunda instancia. Hay un interesante debate porque muchos de ellos están en fila para la JEP a pesar de la gravedad de los delitos, porque finalmente tenían que ver con una política antiinsurgente. Si bien es cierto que son prácticas inhumanas, probablemente terminen siendo objeto de un tratamiento alterno que supone la Jurisdicción Especial para la Paz.
Hay varios procesos en el Consejo de Estado, donde se persigue establecer la responsabilidad del Estado por la acción de los militares. Otro proceso se encuentra en la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, que tiene que ver con la responsabilidad internacional. “Este último caso llama mucho la atención de la Corte Penal Internacional, ya que si queda en la impunidad sería una de las razones por las cuales tendría vocación de intervenir contra personas en Colombia”, explica el procurador.
Hasta ahora hay un cuestionamiento frente a estos métodos de guerra, pero no hay alguna investigación concreta en contra de los presuntos responsables, en términos jerárquicos. Blanca asegura que dos de los reclutadores de Soacha eran Pedro Antonio Games y Alexander Carretero. Este último, según ella, fue el que se llevó a su hijo, el mismo que le estaba llamando con urgencia el día que desapareció.
Tristes similitudes
Sin duda alguna ha tenido injerencia en los procesos la presión mediática de las víctimas directas de los homicidios; es decir, las madres de Soacha, organización de la cual hace parte Blanca. Al principio era muy fuerte la influencia de los militares, pero el movimiento de las madres, su unión, liderazgo y acompañamiento de algunas organizaciones no gubernamentales, les dio un reconocimiento muy merecido. Con esa perseverancia se ganaron los ojos de instancias importantes como la prensa, organizaciones internacionales de protección de los derechos humanos, y las mismas autoridades de control como la Procuraduría y la Judicatura.
Por si fuera poco, y en medio de este reportaje, el pasado martes 29 de septiembre, Blanca perdió a su hijo menor, Jhovani. Lo acribillaron en Soacha en frente de su hijo y su esposa. Ahora, tristemente, no solo tiene que continuar su guerra por la justicia de Julián, sino que no tendrá más a su “angelito menor”, quien la acompañaba en su lucha. “No sabes el dolor tan grande que siento; tener que enterrar a otro hijo es muy duro. No sé qué pasa en Colombia, hay seres inocentes que tienen que pagar”, dice Blanca entre sollozos y con una voz desamparada.
Hasta el momento no se ha hecho justicia con las víctimas de los ‘falsos positivos’, esta solo se dará cuando los reparen. Blanca afirma que la reparación no tiene que ver con lo económico, sino con explicarles a las víctimas por qué sucedieron los hechos, asumir las responsabilidades y resocializar a sus familias.