Juan Nicolás Barahona Espinosa
Al tocar el timbre, una sombra pasa en el tercer piso, agitando unas cortinas de diferentes telas y colores de apariencia desgastada. El chirrido del óxido, cuando se abre la ventana, hace que suba la mirada. Una mujer anciana se asoma y se dirige al sacerdote que me acompaña:
-¿A quién necesita?
-A monseñor Rosendo. Venimos para la reunión.
-Un momentico.
Tras unos minutos, un hombre de tez morena, alto y de nariz aguileña, abre la puerta del primer piso. Su figura levemente encorvada permite detallar las raíces de unas canas cada vez más abundantes. Viste sobrio, de traje y zapatos negros. La camisa morada que lleva puesta y el clériman que le recorre el cuello delatan su condición de religioso. Luce cansado y se mueve cabizbajo, bamboleando sutilmente su cuerpo.
Cuando sube la vista, su rostro se ilumina con una sonrisa. Ésta tiene una mística curiosa: se hace inevitable no responder de la misma manera.
-“¡Padrecito!”, le dice el hombre al sacerdote que me acompaña, abriendo los brazos en señal de camaradería.
En las palabras que extiende en el saludo se hacen evidentes sus falencias de dicción: las erres las pronuncia como si fueran ges y le cuesta un poco iniciar sus frases. Sin embargo, esto no es le es un impedimento para predicar la Palabra en una casa, en una iglesia o en un cementerio cada domingo (como mínimo).
ste hombre amable y de ademanes tranquilos es monseñor Rosendo Úsuga Higuita, obispo, líder espiritual y fundador de la Iglesia Universal Apostólica Anglicana en Colombia.
Y, aunque hoy puede pasar inadvertido, quizás como un cura más, su influencia en la legislatura que rige al país perdura aún después de 27 años: el artículo 19 de la Constitución política del 91, que le permite a las personas profesar su religión sin tapujos, sin temores, sin represión, es el resultado de la lucha que emprendió hace varias décadas junto con otros líderes religiosos.
Por la democracia, por los derechos
Úsuga Higuita es uno de los principales promotores y defensores de la garantía a la libertad de cultos en Colombia, hecho que, en un país de raíces conservadoras, no ha sido para nada fácil.
En los años 80s, vivió en cierta clandestinidad por la ferviente persecución que promovió la Iglesia Católica Romana contra las corrientes divergentes de su credo. Reunido en cafés y en recintos poco llamativos y ocultos, fue congregando a cuanta comunidad religiosa pudo.
En el proceso sufrió difamación y encarcelamiento, como también ataques e improperios. Turbas fanáticas o miembros de la fuerza pública eran movilizados por algunos líderes católicos cuando hacían misas los domingos en el Cementerio de Chapinero. “Llegaban con palos y piedras”, recuerda, justificándose en el acuerdo Iglesia-Estado conocido como concordato.
“Son incontables las veces que nos llevaron presos. Pero no nos dejamos callar”, cuenta Octavio Correal, obispo de la Iglesia Ortodoxa en Colombia y amigo de viejos tiempos de monseñor Rosendo. “En la cárcel empezamos a idear ese sueño. Nos llevaban y nos llevaban pero seguíamos en la lucha, queríamos romper las diferencias. Hoy sigo andando con él por la valentía y la honestidad que ha demostrado”.
Después de convencer a muchos compañeros y a uno de los presidentes de la Constituyente, el 4 de julio de 1991, día en que se firmó la Constitución, fue para monseñor Rosendo uno de los momentos más felices de su vida, pues logró uno de los avances más grandes en el reconocimiento de los derechos de los colombianos: la libertad de cultos.
Pasadas casi 3 décadas de todo esto, el obispo nos invita a seguir a su casa. La baldosa de la entrada es fría, y la subida, oscura.
Su casa no es ningún palacio, ni mucho menos una sede primada de grandes proporciones. Más bien es un pequeño apartamento en un tercer piso ubicado en Modelia, un barrio de clase media al occidente de Bogotá, y en donde la calma se perturba por el estrepitoso y continuo pasar de los aviones del Aeropuerto El Dorado.
El relato de la cárcel viene a mi mente: sentado en el suelo, recostado contra la pared de los calabozos de la Policía, monseñor empezó la redacción del mencionado artículo. Del encierro, tras las rejas y rodeada de luz mortecina brotó aquella semilla de libertad.
De humano, de padre y de obispo
Tras subir la escalera, que se hace opaca e interminable, una sala adornada de cuadros, muebles antiguos y figuras religiosas se abre ante nuestros ojos.
Al fondo del recinto se ven los fuegos de una estufa que calienta una olla chocolatera y otra que hierbe el agua para un caldo de papa. Son pasadas las 9 de la mañana, y monseñor, hasta ahora, se prepara para tomar el desayuno. Los afanes y el temor de la persecución lo han abandonado. Incluso ha adelgazado, acostumbrándose a comer tarde y poco.
El edificio en el que estamos, que es donde vive el obispo, pertenece a sus suegros.
¿Suegros? Puede sonar extraño, sí, aunque es innegable. Rosendo Úsuga, además de ser sacerdote, es padre de dos hijas y hace más de 30 años vive con Claudia Gil, su esposa. La iglesia a la que pertenece, la anglicana, le permite formar su propia familia, hecho que, asegura, le ha dado mayor fuerza a lo que predica en cada misa.
“La Iglesia está en la familia y la familia está en la Iglesia. Debe existir un crecimiento y un testimonio de hogar. El sacerdote debe estar preparado para orientar, dirigir y dar consejo. Y la familia será siempre ese bastón de unidad. A pesar de que yo tengo muchas responsabilidades, sé que no es difícil combinar las dos cosas, porque como sacerdote, esposo y padre sé que tengo que dar el ejemplo de las enseñanzas de Dios”, me dice Úsuga.
Mientras me habla, va disponiendo su casa para recibir a los sacerdotes que se reunirán en la asamblea mensual ordinaria de su Iglesia, donde se definen las estrategias de su labor pastoral.
Úsuga Higuita, además de ser fundador de 3 iglesias anglicanas en 2 países distintos, del Comité Pro-libertad Religiosa y de Conciencia y de más de 9 misiones religiosas a nivel nacional, lidera actividades continuas de desarrollo social en las comunidades menos favorecidas de Bogotá, especialmente en Ciudad Bolívar.
La señora Claudia prepara la mesa donde acontecerá la reunión. A pesar de la sencillez del recinto y de las cosas, se dispone lo necesario para que todos estén cómodos.
Al recorrer el lugar, se hace evidente que monseñor Rosendo no posee un gran capital. “Vive de lo que gana por sus misas y de eso no le queda para acumular”, me dice su esposa, sonriendo.
Conforme se desarrolla la reunión, aprovecho para hablar con su hija, también llamada Claudia. Ella destaca que monseñor nunca ha descuidado sus responsabilidades familiares: “Mi papi es un poco penoso para mostrar su amor, pero eso no significa que no sepa darlo. De él nunca nos ha hecho falta el consejo y la atención. Hay ratos en los que ha sido estricto con nuestra crianza, como cualquier papá, pero al final la vida le da la razón. Nos ha enseñado a querernos, a ser cuidadosas, nos ha evitado malas decisiones. Mi hermana Lorena y yo pudimos estudiar y ahora vivimos bien por el apoyo que nos dio junto a mi mami. De ellos no nos ha faltado nada”, dice.
Esa aparente dureza a la que se refiere su hija tiene un origen: Úsuga Higuita es el décimo de 20 hijos de una familia campesina y de escasos recursos de Santa Fe de Antioquia. Tuvo siempre presente la obligación de ser y de sentirse útil, de estar dispuesto a ayudar a su familia y, prácticamente, de medírsele a lo que fuera.
Aún le duele recordar la impotencia que sentía al no poder protegerla y de verla llena de necesidades. Le brotan las lágrimas y se le entrecorta la voz. A modo de catarsis, se ha entregado de lleno a los feligreses o a quien lo necesite, recordando el tesón de sus padres, que iba entre la dureza y la dulzura.
“La gente muchas veces llega aquí a la casa pidiendo algo de comer, o cuando va a alguna comunidad las personas le piden dinero, y él no tiene problema de entregarlo, de ayudar. Muchas veces él me dice: ‘Venga, mija, colaborémosle a esta gente. Usted da esto y yo pongo esto’, o empieza a gestionar. Hay momentos en que lo debo detener, porque sí hay muchos que lo quieren, pero me da temor que alguien pueda abusar de su confianza”, me dice la señora Claudia, ya con calma, terminada la asamblea.
Dos veces
Salimos con monseñor Rosendo a las calles de Bogotá, porque se dirige a otro encuentro de carácter religioso. Subimos a un carro. Hay trancones, pero, gracias a esto, también más tiempo para conversar. A sus 61 años, él ya no va con tanta prisa, aunque ha vivido momentos de muchísima tensión.
Precisamente, en un vehículo estuvo frente a la muerte: el cañón del arma que le quitó la vida a dos de sus compañeros religiosos. Fue en julio del 2013. Dos sacerdotes de la Iglesia Universal Apostólica Anglicana habían sido asesinados en el barrio Kennedy, de Bogotá. Cuando se transportaban, junto a monseñor, para recibir un dinero prometido como “donación”, fueron abordados por hombres armados…
“Fue un milagro lo que me sucedió. Cuando nos atacaron, forcejeé con uno de los asesinos. Cuando me sentí cansado, bajé la cabeza y esperé el disparo. Los minutos me parecían horas, hasta que me di cuenta de que estaba solo. Los padrecitos estaban muertos. Durante meses no paré de llorar”, dice, mirando por la ventana.
En otra ocasión, oficiando un velorio, se realizó un atentado contra los familiares del difunto. Recuerda, ante todo, el sonido de los impactos contra la biga que lo protegía. Todo lo resume en que, tras la tragedia, no hay retroceso claro ni modo objetivo para empezar de nuevo.
“Fue difícil cuando sucedió lo de los sacerdotes. Fueron los meses donde más triste lo vi. Si antes era un poco retraído, esa vez se recogió mucho. No quería hablar y pasaba mucho tiempo como si estuviera perdido. Lo que lo ayudó fue el acompañamiento que le hicimos y también de toda la gente que lo quiere. Era impresionante ver todo el apoyo que recibió. Se dio cuenta de que no estaba solo y de todo lo que había cultivado hasta el momento”, me dice su hija menor.
Tras esos sucesos, me cuenta su esposa, lo ven más sensible, aunque a simple vista no lo parece: su mirada se torna seria y profunda, y en el rostro carga, aunque no lo quiera, una especie de tristeza cuando no hay quien lo acompañe.
Cosa distinta sucede cuando se comparte mucho tiempo con él. De a poco rompe ese velo. En sus eucaristías, en los congresos religiosos y hasta compartiendo un almuerzo emite un aura de sumo respeto, pero sin trasponer su tranquilidad y su sencillez. Cuando se siente bien, es activo y sonriente. Siempre sonriente.
Mientras avanzamos, me cuenta lo difícil que ha sido lograr la aplicación de los artículos para la libertad religiosa en Colombia. “Aunque ya no hay persecución, aún no hay igualdad en el país”, me dice.
Su afirmación se confirma con el hecho de que solo hasta el 2018, 27 años después de ser firmada la Constitución, el Estado aprobó, mediante decreto, las primeras políticas públicas sobre este tema, que aún faltan por desarrollar.
Ya llegado a su lugar de destino, monseñor Rosendo se despide dando bendiciones y estrechando sus dos manos. Antes de que la luz del semáforo de enfrente cambie a verde, me dice: “Yo sueño con tener una catedral muy bonita para mi Iglesia. Por lo menos ya edifiqué una: mi familia, y quiero que se consolide la otra: la verdadera libertad religiosa en Colombia”.