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Los hijos de Naxaen.

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Germán Andrés Enciso Flórez.

El afán de enriquecimiento de algunos ha cobrado vida y legado del pueblo indígena Jiw y con ellos sus historias; eso significa el principio de su decadencia.

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Cortesía: Universidad de la Sabana

San José del Guaviare (Guaviare) está ubicado a 400 km de la capital del país (Bogotá), al suroriente de Colombia. Su clima es cálido y, sin contar pequeñas lloviznas, no ha caído agua desde hace una semana. Las vías están recubiertas de tierra y es como si, aprovechando las temperaturas altas de la región de los Llanos Orientales, se configurara una danza de nubes de polvo en la cual la madre naturaleza aprovecha para abrazar lo que alguna vez fue suyo.

Hay un colorido puerto fluvial que abastece de suministros al pueblo, como plátano o pescado fresco. Entre las rutas de las lanchas está Mapiripán, una zona que sigue siendo golpeada por la violencia. Entre los afectados están integrantes de numerosas tribus indígenas, como los Jiw Naxaen Ba, habitantes que son tratados como simples atracciones, pues la insensibilidad del turista no se preocupa por conocer sus historias.

Irene Gómez Acosta, profesora de los niños indígenas del Municipio, se dirige en una moto Discover 100 hacia Barrancón, una de las tantas veredas de San José. Allí irá a dictar clase al resguardo indígena de los Jiw llamado Escuela Dos, nombre asignado por el ICBF.

Pero mientras llega, en la entrada del pueblo, una indígena de edad avanzada se pasea sucia de tierra hasta la coronilla y con cara de agotamiento. ¿Cómo puede, a su edad, soportar un recorrido a pie de más de 10 kilómetros y con tres niños?
El resguardo más cercano queda a unos 14 kilómetros del pueblo, pasando puentes entre morichales y en carretera de tierra, un trayecto que no solo lo recorre esta abuela, sino que varios indígenas lo realizan de ida y vuelta para llegar al pueblo y pedir limosna o comida.

La entrada al resguardo es un lodazal, e Irene tiene problemas para ingresar. Fuerza su moto levantando lodo con la llanta trasera hasta que logra salir del barro y entrar a la comunidad.

Al fondo, se ve el río Guaviare fluyendo majestuosamente y en la otra orilla hay árboles colosales que componen la entrada a la misteriosa selva del Llano colombiano, la puerta a territorios que se logran mantener vírgenes gracias a su hostilidad. Los únicos invasores son los ‘occidentales’ (forma en que llaman los indígenas a los forasteros).

Bajo una maloca, con el techo extrañamente quemado, aparecen los líderes. Ernesto es el capitán, es desplazado de la violencia y vive aquí hace 30 de sus 50 años. Llegó después de un viaje de tres días a caballo, tiene piel curtida y un cabello con apenas unos toques blancos, pero con profundas arrugas a los lados de sus ojos.

En este momento son las 8:00 a. m. y niños sin ropa y llenos de tierra están jugando por allí, sin mayor atención. Son libres y lo saben.

“Estamos aquí por el agua, pero nosotros no consumimos agua del río porque está contaminada”, señala Ernesto. “Más arriba le cae la suciedad del batallón militar y del pueblo”, la misma que le ha dado al río un color grisáceo y un olor fétido. Sin embargo, la comunidad no ha dejado de pescar ya sea con guadua o flecha, pero el éxito de estas prácticas solo se da por temporadas.
Carlos Rodríguez, cazador de la tribu, está ansioso. Necesita salir a disparar su arco al río a ver si consigue qué vender, pero los ruidosos barcos militares le han arruinado su plan. “Esas lanchas van dejando aceite y eso se demora como 3 meses en volver a estar limpio. (…) Cuando estaba limpio uno conseguía palometa, cachama, bagre, de todo”, expresa con calma y resignación.

El dinero que pensaba recolectar iba para ayudar a Marlene, una niña de la comunidad que ha estado vomitando sangre por culpa de una amibiasis, enfermedad parasitaria, que ya le perforó el estómago.

Dos nuevos ‘dioses’

Con la ‘educación’ que les brinda el ICBF se ven satisfechos, pues no se sienten invadidos. “Eso sí funciona. Ellos [los niños] estudian pero nosotros no vamos a perder cultura”, responde Ernesto con una energía casi que perdida. “Nosotros ya venimos manejando eso de bailes, cantos, cómo tejer, todo eso”.

Sisto, jefe indígena encargado de supervisar la educación impartida a los niños, opina algo diferente: “Es que aquí los abuelos les enseñan a los niños los mitos y leyendas (…). La cultura siempre la sacamos adelante, pero creencias ya no tenemos”, comenta decepcionado. “Tal vez los payés [sabios de la cultura], aún conserven creencias”.

Y es que los Jiw han cambiado a su dios Kubei por el judeocristiano. La semejanza con la llegada de españoles es un poco escalofriante. Puede que el proceso esté ocurriendo de nuevo o nunca haya tenido un final, no hasta ahora.

De cierta forma, la historia se repite, pues San José del Guaviare era considerado una isla. No había acceso por tierra, hasta la creación del puente Nowen en 1997. Pero, mientras eso ocurría, los colonos iban llegando en lanchas desde el año 1960, apropiándose poco a poco de los territorios, recursos e inocencia de los indígenas. No obstante, la iglesia había empezado a frecuentar estos espacios desde 1903.

“Hay lugares como La Puerta de Orión o La Ciudad de Piedra, en los que se cuenta que los indígenas iban a soltar todos sus lamentos provocados por el hombre negro, dando forma al paisaje”, relata Yhonatan Astudillo, auxiliar administrativo en la Secretaría de Educación y Cultura, durante un recorrido por el Centro de Memoria Histórica de San José. Aquí, los forasteros reciben nombres como occidentales o colonos, connotaciones que tratan de mantener el recuerdo de aquellos extraños que se llevaron cuanto pudieron.
Una muestra de esta irrespetuosa intervención es NN, un indígena que no se identifica por seguridad pues fue raspachín (recolector de hoja de coca) y basuquero. Pero afirma que ha dejado estos hábitos para ser capaz de cuidar a su hija que ahora tiene 30 años. Ella se para a su lado para escuchar todo lo que habla su padre. A pesar de todo, ahora se considera guarapero (consumidor frecuente de guarapo o bebida fermentada de agua con panela de un sabor agrio y olor penetrante).

“La coca ahora es el verdadero dios, sí… Es lo que mueve todo”, asevera NN desde su experiencia.
NN tiene manos grandes, con profundas cicatrices que guardan la historia del narcotráfico, una historia que el gobierno ha logrado cambiar poco a poco con el plan de sustitución de cultivos ilícitos, llegando a un acuerdo con 5,3 millones de familias del departamento. A pesar de esto, la lucha contra el llamado oro blanco continúa, y no solo en este territorio.

No obstante, NN se siente feliz viviendo en este resguardo donde se comparte como en familia. Su hija sonríe cuando cuenta esto.

Podrá verse como un lugar abandonado por el Estado o cualquier dios, pero todos los adultos y la mayoría de los niños son bilingües, ya que hablan el español y su lengua natal.

Mundos paralelos

La profesora Irene ha vuelto, está apresurada por decorar la maloca de techo quemado para poder llevar a cabo las actividades con los niños.

Irene viene de un pueblo indígena llamado Corocoro, pero ella es la mezcla de tres pueblos, cuyas lenguas domina: su abuelo era Currupaco; su abuela es Cuinabe; y su papá, Cubeo. La razón por la que ella salió del Guainía, siendo una niña, fue para seguir estudiando, pues donde vivía solo se ofrecía hasta quinto de primaria, curso que no era impartido en español; Irene tuvo que aprenderlo en el camino, guiándose con la lectura de una biblia.

Para ella, la mayor diferencia entre el hombre occidental y el indígena es la responsabilidad en el cuidado y protección de sus seres queridos y su historia, siendo el indígena el más empeñado en esto.

“Un indígena tiene mucho más que dar de lo que uno le ofrece”, recalca Irene. “Uno no tiene que avergonzarse de lo que es. Hay indígenas que se privan de hablar su lengua por lo que piensen los demás ¡Que estudien, pero que no olviden lo que son!”.
En una conversación con Irene, le pedí que me escribiera un mensaje en su idioma natal, el puinavi. Escribió “Duman jaquen qua jaqueo voquen”. En español: “Respeten, practiquen y amen la cultura”.

Cuando era pequeña y aún vivía en Guainía, Irene recuerda que toda su comunidad se reunía en círculo cuando salía la luna para contarse las historias sobre La Patasola o El Duende o cuando la arrullaban entre cantos luego de un baño en el caño más cercano.

Antes de irme de este resguardo, me encuentro con Pachito Parra, un indígena que está borracho de tanto hartarse con guarapo. Me toma del brazo y me dirige al barranco. Pidiendo que lo ayude con sus hijos, me cuenta que de pequeño su padrastro le pegaba, que su esposa lo abandonó, que le tocó salir de Mapiripán por la violencia y que tiene mucha impotencia.

A Pachito no le importa vivir como un perro callejero, comiendo lo que se encuentre, o sin su única familia, pero quiere que el ICBF se lleve a sus hijos para que les enseñe a hablar y escribir; para que puedan regresar en un futuro con posibilidades de una mejor vida.

Pachito tiene una espalda y presencia fuertes, pero ahora ha mostrado toda su sensibilidad. “Yo llore que llore, pero ¡hijueputa, es que me da rabia!”, chilla Pachito con tufo rancio mientras relata todo.

Sin embargo, la historia de Pachito, desgraciadamente no es la única, ni mucho menos la última. En el censo de 2005 se encontró que solo restan 617 Jiw. En Colombia hay 1’392.623 indígenas, Medicina Legal declaró que 61 se suicidaron (2010-2014), 1.063 perdieron la vida por apropiación de la tierra de manera violenta (2003-2012) y 38.053 fueron desplazados (2002-2009).

Paños de agua tibia

Pero como si no bastara con los desplazamientos forzados, los territorios en que ahora se encuentran los indígenas están siendo acordonados. Pues, debido a los constantes robos de gallinas y hasta ganado, los finqueros no les permiten adentrarse mucho en el monte. Arsenio, el capitán del resguardo que irónicamente se llama ‘La Libertad’, relata con tristeza que “un resguardo es sin límites (…), pero acá no nos dejan ir al río a pescar o a mariscar (cazar) en el monte”.

Fabliano Maecha, comerciante del Municipio, quien ha podido interactuar con los indígenas de la zona para la compra de asaí (un fruto de palma), expresa que, si ellos han tenido que robar, es debido a que “se ven arrinconados por la necesidad y el hambre”.

No obstante, programas dirigidos por el ICBF, la Alcaldía y la Gobernación del departamento, los proveen de víveres que se acomodan a la dieta de una persona de ciudad corriente. Pero los Jiw no son ni de ciudad, ni corrientes.

Ferney Córdoba, quien fuera profesor de los indígenas por casi tres años, expresa: “¿Cómo no van a vender el fríjol? ¿Cómo no van a vender el atún? ¿Cómo no van a vender las sardinas? Si ellos no consumen eso”. Ellos necesitan frutas, carne de animal salvaje como la danta o, por lo menos, estar y tener el espacio donde conseguirlo.

Fayr Gutiérrez, antropóloga de profesión y lineamiento de salud del hospital municipal con los indígenas, es crítica de los métodos en que el Gobierno intenta plantear las ayudas a las comunidades. “¿Qué ha pasado con la parte gubernamental? Vienen y aplican paños de agua tibia”, expresa con toques de furia. “El antropólogo viene y hace los estudios, se entera de qué come el indígena, sabe cómo duerme, sabe qué hace, sabe de qué se enferma y con diagnósticos se han quedado porque no vuelven”.

Pero no solo critica las formas de actuar del gobierno, sino de los indígenas que han sido corrompidos por vicios como la drogadicción o el alcoholismo, evidentes en las visitas de la antropóloga a los resguardos. Y es que en una calle popular en San José conocida como La 40, las indígenas y occidentales ya salen bien entrada la noche a prostituirse.

Cuando le pregunto por el origen de los vicios, la respuesta es contundente y casi inmediata: “Los colonos”.
Pero David Sánchez, quien trabaja en el área de logística con Cormades, una de las múltiples empresas contratadas por el ICBF para la atención de estas comunidades, asegura que ya se están tomando medidas en las áreas de salud, educación y alimentación, ya que se ha dejado de entregar suministros sin conciencia de las verdaderas necesidades de los indígenas.

Ahora instruyen a los nativos para que sean capaces de mezclar la bienestarina (colada del ICBF) con la fariya (yuca brava rallada) para el aumento de peso de los niños. También, han logrado capacitar a varios Jiw para que impartan clases en la comunidad y realizar jornadas de vacunación sin que nadie se sienta violentado.

sta iniciativa les ha valido para que su empresa sea ganadora del reconocimiento nacional de ‘La mejor práctica del país en atención, cuidado y promoción de la primera infancia de Cero a Siempre’, en la categoría de inclusión. Pero, a pesar de este esfuerzo, sus prácticas tomarán tiempo en crecer para ser tomadas en cuenta por más de una organización involucrada en la atención a estas comunidades. Y mientras eso pasa, el problema de la comida está siendo desplazado por los métodos en que los nativos ahora la quieren obtener ‘sin cometer delito’.

A punta de plomo

Los indígenas han empezado a notar la efectividad de las armas de fuego sobre el arco y flechas a la hora de salir a obtener sus alimentos. Ferney Córdoba declara que “ellos se dieron cuenta de que era más fácil cazar con escopeta, pero eso les genera costos”. Para financiar estos costos los indígenas han empezado a comercializar sus prácticas culturales.

Si el indígena teje es por gusto, pero al querer sustituir la hamaca de fibra de cumare por la colchoneta, le toca trabajar. Para sobrevivir, tanto hombres como mujeres se dedican a la fabricación de manillas, maletas, esteras (pequeñas construcciones con hojas que simulan cojines para sentarse en el piso) y demás artesanías.

Sin embargo, Ferney no cree que la cultura esté perdida, ni que a todas las instituciones solo les preocupe cumplir su contrato y ya, pues “antes se iba a donde los indígenas a cantar rondas como ‘Buenos días’, ‘Amiguito’ o ‘El lobo’, pero nunca se tenía la precaución de preguntarles qué era lo que ellos recitaban”.

Y es por ello que decidieron [los educadores occidentales y sus jefes] crear eventos como el día de la cerbatana con los más pequeños, días en los que salían a simular una caza con copias seguras de estos instrumentos.

En la cultura, la comparación es como el huevo con la piedra: es más dura la piedra, el occidental. Pero, en este orden de ideas, el indígena también es fuerte porque imagínate cuánto tiempo han estado sobreviviendo y sobresaliendo los indígenas con su cultura -, resalta Córdoba.

Y es que los Jiw, hijos de Naxaen, quien les enseñó todo después de que Kubei los creara, han perdido la originalidad de sus nombres, imposibles de escribir en castellano; sus ropas tradicionales y la frecuencia con la que celebraban sus rituales alrededor de fogatas. Pero continúan peleando, superviviendo a esta colonización ideológica constante.

Perdonar sin olvidar

No obstante, Arsenio, el líder del resguardo La Libertad, recalca que no hay rencores de por medio con el occidental, ni impedimentos para celebrar una reunión en el pequeño espacio que se les ha asignado legalmente. Todo entre integrantes de la comunidad, guarapo y música popular de la radio.

Los Jiw tienen su propio idioma: el mitua. Aun así, no es difícil traducir el estado de ánimo en el que surgen los comentarios: una alegría nacida de una resiliencia infinita.

Héctor llega al festejo con el rostro lleno de marcas rojas, como la sangre sobre su piel color tierra. Se ha dibujado el pintao’ del tigre, símbolo de felicidad, homenaje a los animales con los que se convive y talismán espiritual. Este dibujo es hecho con una mezcla de achiote (planta que sirve también como pigmento en la industria cosmetiquera) y tierra o, a veces, harina. La mezcla es suave al contacto con la cara pero tiene un olor penetrante.

Héctor es un payé de 49 años y lleva estudiando la medicina de su pueblo desde hace seis. Es rezandero y llegó al resguardo en canoa, tras un recorrido de 15 días por el Río Guaviare con sus hijos que le lloraban de hambre en el trayecto.

Con tristeza y voz baja cuenta su historia: “Cuando usted sube [por el río] sin pedir permiso y se va a demorar tiempo, se va a morir. A mi hermano, que estaba estudiando para ser un profesor, con 16 años, lo pelaron… ¡lo mataron, hermano!”.
Quien lo recibió a él y a su familia fue la Cruz Roja Colombiana.

— Algo… no es mucho –recuerda con nostalgia Héctor cuando habla del acompañamiento y ayudas que le fueron brindadas. Y es que a diferencia de NN, Héctor no tuvo la oportunidad de elegir quedarse a ser raspachín. A él le advirtieron que se fuera o de lo contrario acompañaría a su hermano ‘en la otra orilla’.

Héctor se pone a mascar bejuco y a aspirar yopo (un polvo hecho de hojas de monte pulverizadas). El bejuco es de color marrón, se parece a la canela, pero amargo, quita el hambre, al parecer sirve para los dolores estomacales. El yopo arde al contacto con las fosas nasales e inmediatamente se siente la pérdida del sueño. Este polvo es usado por los curanderos, rezanderos o payés para poder ‘ver más allá del plano físico’ y detectar enfermedades que son curadas con diferentes prácticas, como aplicar agua en el área afectada.

A coro

Llego al Parque de la Vida donde los habitantes han salido a pasear con sus familias, hacer deporte o a tomar aire y disfrutar del mes del amor y la amistad. La noche es calurosa y el aire es húmedo. Aprovecho que a unos metros hay un puesto de raspados (hielo molido al que se le agrega sabores artificiales y leche condensada) y me dirijo a comprar uno. El señor que me atiende tendrá aproximadamente 60 años. Pido el tamaño más grande, el de mil pesos y 7oz. Mientras espero, inicio una pequeña conversación:

— ¿Y qué opina de los indígenas?

— Esos son los que mejor viven. El gobierno les trae comida y cuando hay comida ya no hay preocupaciones -, comenta el vendedor que evade la pregunta de cuál es su nombre.

— ¿Pero no cree que esta es una zona muy ‘caliente’ para vivir?

— Para nada, si uno no viene a hacer nada malo, ¿por qué va a estar ‘caliente’? -, nuevamente, y como si no tuviera mayor importancia, expresa el vendedor.

El señor termina de preparar el raspado. Agradezco por el servicio y me dirijo al centro del parque donde hay unos jóvenes improvisando versos de rap, al fondo hay otros practicando ejercicio y con música electrónica que apenas se alcanza a escuchar.

Me acuerdo de que, en lo poco que he estado en este municipio, he visto más de 5 iglesias de ‘religiones diferentes’ y cerca de una, la Iglesia de La Granja, hay jóvenes que se reúnen para practicar danzas que imitan la vida indígena.

El cocktail cultural en música, religiones y demás prácticas le agrega una extraña identidad al mundo del occidental que tan dividido e influenciado está por el constante flujo del mercado. Sin embargo, la necesidad de la expresión a través de sonidos, lenguaje corporal y la búsqueda de una trascendencia con una deidad que lo guía no parecen desaparecer.

La esencia de lo humano no se ha perdido, pero sí ha cambiado. Entonces, ¿por qué seguir matando de olvido a los que serían nuestros ancestros, nuestros profesores, nuestros abuelos, nuestras raíces?

“Duman jaquen qua jaqueo voquen”, diría Irene.

Duman jaquen qua jaqueo voquen”, repetiríamos a coro.

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