Daniel Fernando Clavijo Bolivar
Mascarilla N95, monogafas, piyamas quirúrgicas, polainas, caretas, entre otros equipos de protección personal, hacen parte del traje de los superhéroes del 2020. Se cambiaron las capas por tapabocas. Ya el alcohol no hace parte de fiestas o de reuniones con amigos, ahora se aplica en las manos y es el fiel compañero de esta nueva realidad. En un mundo que parece salido de un cómic, los doctores son parte de un ejército en la primera línea de combate, con hisopos como sus armas para proteger a decenas de familias. Ellos enfrentan a un enemigo que no dispara, pero destruye rápida y silenciosamente.
Detrás de un tapabocas
Más allá de un superhéroe con traje azul desechable, más allá de un tapabocas y una careta, estaba un padre de familia, esposo y amigo. Es el caso de Jesith Osorio, quien durante mes y medio salía no solo a combatir ese frío estremecedor de las mañanas capitalinas, sino a ese difícil virus que llegó a cambiarle la normalidad en la que vivió durante años. Un mundo que lo sacó de su zona de confort. Después de la llegada del COVID-19 a Colombia, el edificio donde hacía sus consultas particulares fue cerrado. El miedo a una crisis económica aumentó poco a poco. Pasaron semanas hasta que Jesith decidió mandar una hoja de vida a una IPS; el pánico económico disminuía, pero el precio de ello era poner en riesgo su vida y la de su familia.
“El pánico se apoderó de mí”
Esto fue lo que sintió Jesith en su primer día de trabajo de campo. En su cabeza, escasa de pelo, caían poco a poco gotas de sudor que le nublaban la vista. Por su mente pasaba su familia, no podía respirar muy bien, sin embargo, había llegado el momento de realizar la primera prueba, no había tiempo de pensar en algo diferente, como los soldados enfrentándose a su primer combate. El primero de los muchos a los que se tuvo que enfrentar.
El desafío consistía en realizar las pruebas para Covid-19, pero esta guerra tenía un obstáculo más: su armadura. Estos trajes, lejos de las capas usadas por los superhéroes tradicionales, eran agobiantes. La careta, las monogafas y la mascarilla N95 le disminuían la visibilidad en un 80 %. “Solo veía masas”, recordaba con nostalgia Jesith. Además, respirar era muy difícil y el calor de la pijama quirúrgica lo desesperaba. Los protocolos de bioseguridad llevaron a Jesith al límite durante las primeras semanas. Al mismo tiempo, lo atacó un enemigo inesperado: la cefalea -dolor de cabeza intenso-; muchas veces perdió la orientación, aunque, como los héroes de las salas de cine, nunca perdió las ganas de salvar vidas.
Sus jornadas laborales eran exigentes, el cansancio no daba respiro. Hora tras hora, paciente tras paciente iban sumándose a ese desgaste que no era solo físico, “era un trabajo bastante intenso y muy fatigante, aparte del esfuerzo era el riesgo que se corría”, declaró Jesith. Salía al campo de batalla a las siete de la mañana, en promedio visitaba alrededor de 15 pacientes por día y terminaba esa extenuante jornada hasta altas horas de la noche, privándose de la oportunidad de compartir con su familia. Su esposa explicó lo duro que era verlo llegar tan agotado, callado y en cara mostraba el cansancio. Jesith había llegado a su límite. Un esfuerzo sin una buena remuneración, pues por cada prueba que realizaba le pagaban 6.500 pesos, más un básico mensual. Era una recompensa escasa para el superhéroe del tapabocas.
“Para mí fue impactante ver la primera bandera roja”
En este nuevo mundo que parecía salido de un cómic, las capas rojas ya no las usaban los superhéroes, ahora un trapo de ese color significaba pobreza y necesidad. Los papeles se invirtieron, ya este color no flameaba en las espaldas de quienes salvaban el mundo, ahora se encontraban en ventanas de familias con hambre. En medio de la pandemia en varias zonas de Bogotá, hacían parte del paisaje.
Jesith, en medio de su trabajo, debía visitar estos difíciles sitios, donde este símbolo protagonizaba las calles. Lugares lejanos, donde ni los carros, ni el Estado, ni la imaginación alcanzaban a llegar.
Caminó por esos barrios, por esas calles llenas de la estigmatización de una sociedad que juzga. El miedo también lo atacó, gotas de sudor caían sobre su cara, sus gafas se empañaban. Estaba solo, de espaldas. Su celular debajo de su traje, no tenía forma de comunicarse con nadie. Solo eran él y personas desconocidas en una zona con fama de ser peligrosa. Los minutos parecían horas y las horas, días.
Duró allí más de tres horas realizando pruebas, ya no tenía miedo de que le hicieran daño, también era arriesgado durar más de quince minutos en un recinto cerrado. Finalmente, después de realizar las pruebas en este lugar, de forma sorpresiva para Jesith, una familia le ofreció comida como muestra de agradecimiento; en ese justo momento se dio cuenta de quiénes eran los que conformaban esa familia, más allá de una apariencia. Las circunstancias lo llevaron otra vez a esta casa humilde, pero esta vez sin juicios de valor, los vio de una forma distinta.
En medio de lágrimas que bordean sus ojos y con voz entrecortada, Jesith recordó esos momentos donde enjuició injustamente a familias por su apariencia o la zona en la que habitaban. “Debemos darnos la oportunidad de conocer a otras personas, sin pensar mal”, dijo el doctor a modo de reflexión.
“No expongo más mi vida sabiendo que la gente no valora el esfuerzo”
Fue el pensamiento que le llegó a su cabeza aquel 19 de junio, el día sin IVA. Un día en el que cientos de personas, en contra de cualquier recomendación, salieron a hacer filas y a aglomerarse, sin distanciamiento social, para realizar compras de elementos no esenciales (electrodomésticos, en su mayoría) dejando de lado la coyuntura y olvidando lo que venían realizando los médicos durante meses. Jesith, ese mismo día, después de levantarse a ver noticias y el celular, decidió renunciar a su trabajo. Fue un detonante para este héroe que no aguantó más.
Después de mes y medio de trabajo arduo, corriendo riesgos, sacrificando tiempo con su familia para salvar vidas de otros, en un arrebato de indignación, él analizó el riesgo: “No expongo más mi vida sabiendo que la gente no valora el esfuerzo”. Un esfuerzo que al parecer fue en vano. El riesgo de infectarse, de infectar a su familia, no era valorado por quienes creyeron que esto era un chiste, uno de mal gusto. No le veía sentido a seguir luchando por una causa que la gente no tomaba en serio.
Dejó el trabajo con la IPS, pero el fantasma de una crisis económica volvió a rondar en la cabeza de Jesith. Por ello, realizó de nuevo pruebas rápidas de forma particular, un gran héroe que no quería parar de ayudar, ni un fin de semana, mucho menos, un festivo.
Recorre Bogotá de norte a sur, de oriente a occidente. Lleva puesto el mismo traje y, en su cabeza, la misma misión: salvar vidas. Un superhéroe sin capa, pero con tapabocas; sin escudo, pero con piyama quirúrgica; sin armas pero con hisopos. Allí sigue firme en la primera línea de combate contra ese enemigo que no dispara, pero mata.