Mal aliento
Isabella Botero Ruiz
Foto tomada de Envato Elements
Era un viernes a las once, la primera noche de vacaciones. Con mis compañeros de promoción, decidimos hacer una fiesta a las afueras de Bogotá, en la casa de una chica que apenas conocía. Estábamos bailando cuando vi llegar a María Emilia, una amiga que acababa de salir de rehabilitación. Ella consideraba que éramos cercanas, pero no era así. Se había quedado sin amigos desde que la descubrieron consumiendo drogas en el colegio, y, al parecer, yo era la única persona a quien podía acudir.
Me saludó y me preguntó que si podíamos hablar. Fuimos al rincón al lado del sofá y, mientras caminábamos, noté que no estaba sobria. —¿Has estado tomando? — le pregunté. Ella lo negó; supe que mentía. Rápido cambió el tema y la conversación se tornó personal. Se desahogó y me confesó que sin mí la rehabilitación hubiera sido más difícil. Me alegró sentir que fui un apoyo, pero algo me decía que la conversación tenía otro objetivo.
Se acercó a mí al punto de invadir mi espacio personal, lo que me hizo sentir muy incómoda. Puso sus manos en mis mejillas y, antes de que yo pudiera reaccionar, me robó un beso. Quedé pasmada y me alejé bruscamente. Ella vomitó en mi pierna. Su cuerpo finalmente había reaccionado a la mezcla de alcohol con antidepresivos. Me pareció repugnante. Pensé en llamar a algún amigo suyo para ayudarla; luego recordé que no tenía.
Quería irme, pero temía dejarla sola. Tenía mucha rabia, pensé: “esto me pasa por buena gente”. La acosté en el sofá, cogí su celular y le escribí a su mamá. María Emilia, desorientada, balbuceó frases sin sentido y me pidió perdón varias veces. Lo correcto hubiera sido quedarme hasta que la recogieran, pero no quería pasar un minuto más en esa situación y más aun con la ropa sucia de vómito. Me fui en un Uber y no le volví a hablar. Ya era muy desgastante ser su amiga, no me imaginaba ser su amante.