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Olvido, desdicha y zozobra

Ancla 1

María Isabel Arévalo Jaimes

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Foto tomada de Envato Elements

Siempre he vivido solo. No tengo hijos, ni esposa, ni perro que me ladre. Con un montón de medicinas derramadas en la mesa, me hundo en la soledad que supone el paso de los años. Sinceramente, ya no recuerdo el efecto que esas píldoras generan en mí. Solo siento que me canso, me agobio y, de vez en cuando, me voy de viaje a las Bahamas. De repente, tengo veinticinco años otra vez. Percibo el viento, el mar, la arena y el dichoso sonido de… una alarma. La burbuja de mi pensamiento explota. Todo indica que es hora de ver a la Bruja Escarlata.


A menudo visito a una vieja amiga que puede ver el futuro. De aspecto maternal, con unas suaves y rosáceas mejillas, evoca indiscutiblemente una sensación conocida. Cuando llego a su cueva mística, me recibe como siempre con una gigante sonrisa, invitándome a entrar. Sus uñas largas y amarillas palpan las cartas. Recita oraciones mientras me mira con suspenso. En su espacio habitan cristales y, ocasionalmente, enciende uno que otro incienso. Dice que tendré mala suerte, pero eso no es ninguna sorpresa. El Nueve de Espadas representa sufrimiento, La Luna, algo oculto. Por último, me ofrece un té. Un corazón se forma en el fondo de la taza, por lo que ella menciona un beso. Me despido. Definitivamente no tengo tiempo para esto.


Saliendo de su recinto, advierto la sombra de una mujer acercándose. Totalmente enmascarada, sale de la oscuridad, esculca en su bolsillo y me apunta con un arma de fuego. Balbucea palabras ininteligibles, pero no entiendo lo que quiere. Saco mi billetera de forma cautelosa y se la arrojo. Cuando huye, mi corazón está a punto de estallar. A causa de una súbita elevación de adrenalina, olvido el peso de mi edad. La persigo, subo escaleras; nunca la pierdo de vista. Llegamos a una terraza; ahora ya no hay escapatoria. Forcejeamos, y veo sus ojos. Al percatarme de que son violetas, reparo en una familiaridad inmediata. La conmoción, la tensión y el miedo me empujan a besarla. Luego doy un paso al frente intentando recuperar mi billetera. Ella retrocede. Y en ese preciso momento, veo que ya no queda más suelo. Me tapo los oídos para no escuchar semejante estruendo.


Atónito, bajo por las escaleras mientras oigo cada hueso crujir. Noto que de su cráneo emana mucha sangre. Me acerco desconcertado y, con la boca apretada, recojo mis pertenencias que yacen junto a ella. Antes de que llegue la policía, corro con todas las fuerzas hacia mi hogar. Anonadado y casi hiperventilando, me siento en un sofá reclinable. Después, abró mi billetera. No puedo creerlo. Las lágrimas, cada vez más cargadas de sal y sentimientos, empiezan a escurrirse. Contemplo de manera incrédula aquella foto donde sonrío junto a la mujer que acabo de ver exánime. Acto seguido, centro la mirada en el refrigerador. Hay una receta médica que de inmediato examino. Descubro que padezco Alzheimer y demencia crónica. Tembloroso y sin saber qué hacer, lloro desconsoladamente. Aún no asimilo qué acaba de suceder. De repente, siento un hormigueo en mis brazos y una fuerte punzada en mi corazón. Me invade la taquicardia, la culpa. Mi último pensamiento antes de morir. Me susurra que no soy nada más que un viejo miserable. Luego, oscuridad.

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