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Hasta que amemos la vida

Una juventud sin futuro, sin oportunidades, sin pensión, sin educación y sin nada más que perder, es la que arriesga su vida a diario para luchar por el cambio del país.

Manuela Cordovez Álvarez
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Miembros de la Primera Línea, 19 de mayo del 2021 Foto: Manuela Cordovez

Llueve descontento 

 

28 de abril del 2021. El gran Paro Nacional del 2019 cesó sus ánimos por la pandemia por Covid-19, hoy el descontento saca al pueblo nuevamente a las calles. Personas cansadas de la desigualdad salen a marchar por sus derechos. Reclaman contra una nueva reforma tributaria y a la salud, matrículas universitarias con precios casi imposibles de pagar, corrupción desmedida, falta de estabilidad y de pensiones en la mayoría de los ciudadanos, entre otros, son los argumentos de miles de colombianos que hoy saldrán a las calles para marchar por un país digno. 

 

Desde la mañana rondan especulaciones sobre los posibles bloqueos, actos vandálicos y disputas entre civiles y miembros de la fuerza pública. Abro los ojos y como es costumbre, entro a mis redes con el fin de encontrarme con las noticias del día. Desayuno rápidamente un café con tostadas, me baño y me arreglo. Hacia las 11:30 de la mañana emprendo mi camino desde Chía hasta Bogotá, específicamente al barrio Mazurén. Llego a la casa de Tomás, mi novio, con la plena seguridad de que será él el indicado para acompañarme a las calles a marchar; no solo por nuestros ideales y creencias similares, sino porque compartimos nuestra carrera y pasión: el periodismo. Al cabo de unos minutos estamos montados en un taxi que nos llevará, con algo de escepticismo, al monumento de Los Héroes en la calle 80.  

 

—¿Estás segura? —me pregunta Tomás mientras mira por la ventana del taxi una aglomeración cercana a las 300 personas mojándose por la lluvia.  

—Estoy segura —respondo con plena convicción de salir a las calles por el pasado, presente y futuro de la historia colombiana.   

 

Vamos en camino por toda la autopista en sentido norte-sur hasta que se presenta un bloqueo ubicado debajo del puente de la calle 100. Le pedimos al taxista que nos deje ahí y nos bajamos del carro. Los manifestantes se encuentran arrumados debajo del puente, pues fuera de él se van a mojar. El pronóstico del clima es de 12º centígrados. Y la probabilidad de lluvia de 88%. Era seguro; iba a llover.  

 

Suenan los tambores acompañados del sonido del diluvio, los marchantes cantan arengas y uno que otro aprovechado que se prendió un porro hace que el puente entero empiece a oler a marihuana. Empezamos a caminar hacia Héroes. El agua reposada en los charcos se escabulle por la tela de mis converse casi blancos, hasta llegar a mis medias y finalmente mojar mis pies. Siento frío, pero el clima no afecta mi disposición para llegar junto con los demás hasta el monumento.  

 

De la mano de Tomás, caminé por 1 hora y 15 minutos. En el trayecto, tomamos algunas fotos, hablamos de la situación actual del país y refunfuñamos una que otra vez por la lluvia y la posible gripa que nos puede dar, pues ninguno de los dos salió de la casa vestido para encontrarse con este aguacero. Acompañados de los fuertes truenos y relámpagos se alcanzan a oír en la lejanía los tambores tan característicos de las manifestaciones. Mis ojos se llenan de lágrimas. El arte y las multitudes unidas por un país siempre me han revuelto los sentimientos. Hoy me siento orgullosa de caminar junto a las personas que, sin importar el día o la hora, inauguran esta nueva jornada del Paro Nacional.  

 

A lo largo de la autopista norte, la lluvia se vuelve más intensa. Las personas, escalofriadas por las gotas heladas, comenzamos a gritar en multitud “llueva o truene, el pueblo se mantiene”. Nuestras voces y palmas son silenciadas por los truenos, y a veces, uno que otro manifestante arruga la cara al ver los rayos que caen del cielo. Cada que llueve más fuerte, mis manos se ponen más y más rojas. Marchamos con fuerza. Uno que otro carro pita, y el ánimo de llegar a nuestro destino se incrementa más a medida que nos vamos acercando.

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Puente de la avenida NQS, 28 de abril del 2021 Foto: Manuela Cordovez

Finalmente, tras caminar 20 cuadras llegamos al monumento a Los Héroes en la calle 80. El olor a humo penetra la tela del tapabocas, como si ya estuvieran quemando algo; pero nada más era un grupo de indígenas calentando agua de panela en una olla grande encima de una hoguera. La lluvia intenta apagar el fuego y colarse entre la bebida, pero los manifestantes hacen, justo a tiempo, una carpa de bolsas negras que impiden cualquier traspaso de agua en la comida. Todo es muy pacífico, ni siquiera se escucha ningún tipo de ruido pues parece que la lluvia ya había espantado a la gran mayoría. Tengo la sensación de que somos muy pocos los presentes, pues de los 300 que empezamos sólo quedábamos alrededor de 50 personas. Era claro; el primer día de paro estaba muerto.  

 

—¿Por qué no habrá venido el resto, esos que publican tanto su indignación en las redes sociales? 

 

Es la 1:05 p. m., hora de almorzar. Además, a Tomás y a mí nos quedan exactamente 55 minutos para entrar a clase. Sabemos que la devuelta va a estar complicada. Nos percatamos que por el monumento no pasa ni un taxi, pues hay gente bloqueando el paso y pegándole a los carros gritando “¡el que no pite no pasa!”. Lógicamente, a cualquier chofer le da miedo pasar por ahí; uno nunca sabe qué pueda pasar. Caminamos hasta una panadería cercana para comprar un agua y ver si hacia el otro lado pasa algún taxi que pueda devolvernos. Cerca del monumento, todos los locales están cerrados exceptuando uno que se llama “El mejor PAN de Colombia”. Entramos por un pequeño callejón. Al alzar la mirada, nos damos cuenta de la presencia de 70 miembros del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y de la Policía Nacional. 

 

—¿Te da miedo? —me pregunta Tomás al ver que me quedé paralizada mirando a quienes nos acabamos de encontrar— ¿Podemos pasar? Vamos a comprar un agua en la panadería de acá —cuestiona intimidado, a lo cual le responden que sí. 

 

Agacho la cabeza y paso entre la mitad de todos ellos. Por cualquier espacio me escabullo hasta llegar a la puerta del local. Me parece eterno. Siento miedo de estar en la mitad de tantas armas, pero para ser honesta, considero que estoy más segura estando entre los uniformados que del otro lado. Mientras paso entre ellos solo puedo hacerme preguntas como “¿cuándo irán a salir? “¿Estarán ahí escondidos para sorprender a los que estén manifestándose en el monumento?”. Al ver el uniforme de cada uno de los agentes del ESMAD me siento minúscula. Sus pies, sus brazos, su torso, absolutamente cada centímetro de su vestimenta irradia poder, mucho más que lo que pueda tener el resto de personas.  

 

Finalmente, caminamos hasta el Carulla de la calle 85, donde esperamos cerca de 30 minutos para que un taxi nos lleve de vuelta al apartamento de Tomás. 

 

—¿Cómo le está yendo hoy? —le pregunto al taxista. 

—Está complicada la cosa, no he tenido muchas carreras hoy. Yo apoyo el paro, y yo me he leído la reforma y no estoy de acuerdo con muchas cosas… Pero es que uno tiene que trabajar, yo no puedo dejar de camellar un día por salir a las calles. Y los que salen también es que (SIC) lo damnifican mucho a uno.  

—Claro, entiendo —respondo—. ¿Cuántas carreras lleva hoy? 

—Tres con esta que les estoy haciendo señorita. Ahorita voy y recojo a un cliente conocido, lo llevo a la 134 y me voy para mi casa. Más tarde las cosas se ponen muy peligrosas —cuenta el taxista con un suspiro al final.  

 

Después de 20 minutos llegamos a nuestro destino.  

 

—¿Cuánto es? —preguntó Tomás.  

—Serían —esperó a que el taxímetro arrojara la tarifa a pagar— …serían 12 mil pesos.  

— Aquí está —respondo pasándole un billete de 20 mil pesos. —deje así y muchas gracias, que le rinda y que le vaya muy bien llegando a su casa.  

—¿En serio? —respondió el taxista. 

—En serio— Le contesté yo.  

El taxista, conmovido y con la voz un poco temblorosa, nos miró por la ventana y nos despidi&oacut