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  • Víctor Solano

    Unisabana Ágora con Víctor Solano El Consultor en Comunicación Estratégica y Reputación de comunicación digital en Grandes Genios SAS habla sobre transformación digital en el periodismo. Compartir Ver también: Juan Pablo Velásquez: Diversidad e Inclusión en las organizaciones.

  • Comunidad Kichwa de Sesquilé

    Comunidad Kichwa de Sesquilé Juana M. Gamboa Martínez, Camilo A. Rangel Barón, César A, Ramírez Rodríguez, Yaleni Solano Alarcón. Comunicación Social y Periodismo Indígenes ecuatorianos asentados en territorio de Sesquilé, Cundinamarca. Ver también: Los hijos de Naxaen Compartir

  • Unisabana Medios | Audios

    "El centavo": economía para no economistas Juan Diego López Piraquive, Joselin María Cuartas Barrios, Sara Alejandra Forero Lesmes del Programa de Comunicación Social y Periodismo Información y debate sobre temas relacionados con la economía del país. Aquí se habla del gremio de los restaurantes, la banca de oportunidades y el sector primario de la economía. Ver también: ¿Cómo va la reapertura económica en Colombia? Compartir

  • Crisis en bares y restaurantes nocturnos

    Crisis en bares y restaurantes nocturnos Karen Matías, María Camila Vargas, Sebastián Ayala En este producto de opinión, se plantea la importancia de este sector para la economía del país y las implicaciones de que sea uno de los más afectados por la pandemia. Ver también: Cuestión de supervivencia: 22 mil restaurantes han cerrado sus puertas Compartir

  • El cine afro

    Películas como La Sociedad del Semáforo (2010), Chocó (2011) o La Playa D.C. (2012), permiten reflexionar sobre la interconexión entre culturas y la responsabilidad aún no asumida de garantizar el bienestar de todos los ciudadanos. El cine afro Juan Nicolás Barahona Películas como La Sociedad del Semáforo (2010), Chocó (2011) o La Playa D.C. (2012), permiten reflexionar sobre la interconexión entre culturas y la responsabilidad aún no asumida de garantizar el bienestar de todos los ciudadanos. Contenido completo Autor: Colombia aún no logra sanar y ser una nación unida porque se le ha impuesto censura a sus ciudadanos. El pensar distinto o tener un origen que no empata con lo generalizado lleva, incluso en este siglo, a la violencia en sus diversas formas. Cargamos, entonces, el riesgo de la muerte, pero sobre todo el riesgo del olvido. Y cuando nos vamos quedando solos, a veces por temor o porque entre colombianos nos cuesta entendernos, se nos nubla el futuro. El país necesita más voces para entender su complejidad, porque mucho ha pasado en los más de 200 años en los que nos estamos construyendo, pero poco se ha explicado sobre ello. Y no puede ser admisible que los más escuchados o vistos son los que sirven al odio, la prolongación de conflictos y el desconocimiento de nuestra diversidad. Por fortuna, existen narrativas de cambio que no aceptan ser invisibilizadas o erradicadas. Una de ellas es la afro, que no es nueva y se viene reconfigurando desde su llegada a América, con un universo de riqueza extendido por la diáspora africana, siendo determinante en el estado actual de nuestra cultura. Pero también lleva consigo los efectos de un reconocimiento tardío. Solo hay que revisar cuándo los afros empezaron a ser protegidos, respetados y valorados de manera integral y explícita dentro de los marcos legales de Colombia. Fue hace menos de 30 años, con la Constitución Política de 1991 y con la Ley 70 de 1993. Es decir, solo ad portas del nuevo siglo, se empezó a reconocer la legitimidad de las formas de organización de las comunidades negras (principalmente las del Pacífico), sus prácticas tradicionales de producción, su derecho a la propiedad colectiva y su participación en la identidad de la nación. De ahí que aún no ha habido suficiente tiempo para acabar con imaginarios errados. Por ejemplo, Reyson Velásquez, miembro del Consejo Departamental de Cinematografía del Chocó, ha tenido que desmentir repetidamente que los movimientos afrocolombianos son inferiores a los de otros países como Estados Unidos. La forma más eficaz que ha encontrado es escribir, contar las historias de su departamento e investigar sobre el fuerte vínculo que nuestro país tiene con África. “Que hoy pueda decir que soy cineasta, poder hablar del cine y la cultura afro es el resultado de una lucha que hemos realizado desde hace siglos. A veces lo siento como un milagro, por la magnitud de lo que tuvimos que enfrentar. (...) Vivimos genocidios horribles y mucha persecución, pero nuestra cultura tiene una fuerza que hace más bello al mundo. Por eso nuestra responsabilidad como afrocolombianos es esa, contar nuestra historia, para acabar con el colonialismo mediático”, reflexiona Velásquez. Y es que aún hay sectores entre el público que no encuentran valor en los esfuerzos colectivos que década tras década realizan los afro por sus reivindicaciones y la defensa de su propia estética. Esas voces, producto de mentes sesgadas, afirman que esos esfuerzos son puras quejas. Esto no es un problema cultural menor ni que se puede obviar en un país multiétnico como Colombia. Imagínese que usted quisiera transmitir sus sentimientos y no tuviera cómo. Que quiere denunciar, alertar, concientizar, pero lo juzgan por ello. O quiere expresar lo que usted realmente vive, cómo lo ve y siente cada día, pero otro lo rechaza, diciéndole: “No sirve. Tiene que contarlo a mi modo, como nos gusta a los demás”. Eso es silenciamiento, una acción peligrosa que prolonga el temor y aumenta los riesgos de que otros nos impongan un solo modo de entender las cosas. De ahí la oportunidad inmersa que nos ofrece el cine afrocolombiano para evolucionar como sociedad, dando luz a la belleza y la complejidad, a los problemas estructurales como el abandono estatal o a los detalles aparentemente mínimos que configuran lo que somos, como nuestra relación con el cabello. “La gente no debería pensar que uno viene prediseñado por nacer afro o colombiano o ser parte de la comunidad LGBTI, como si fuera un arquetipo. Por eso deben existir miles y miles de maneras de narrar lo que somos, incluso dentro de nuestra propia cultura porque a veces tendemos a excluir a otros grupos que la componen. Siento que, inevitablemente, un joven afro está siendo consciente de toda la carga histórica de su ancestralidad y es importante que, a través de diferentes procesos, como haciendo cine, se pueda ayudar a las comunidades, empezando con su auto representación”, dice Sara Asprilla, realizadora audiovisual chocoana. Nuevos paradigmas Esos puntos que señala Asprilla vienen haciendo mella en la producción audiovisual colombiana. Desde la segunda década de este siglo se han destacado películas como La Sociedad del Semáforo (2010), Chocó (2011) o La Playa D.C. (2012), cuyos relatos permiten reflexionar sobre la interconexión entre culturas y la responsabilidad aún no asumida de garantizar el bienestar de todos los ciudadanos. La legislación étnica para la Cátedra de Estudios Afrocolombianos también ha sido un pilar en ese proceso de formación de nuevos públicos y nuevos realizadores audiovisuales, aumentando el consenso entre diversas personalidades por crear su propio movimiento cinematográfico. Un primer paso fue la apertura de más espacios de difusión, como el Festival Internacional de Cine Comunitario Afro (FICCA), el Motete Cinematográfico, el Festival de Cine Corto de Popayán o el Quibdó África Film Festival, permitiendo a más guionistas, actores, directores y productores afro ser capaces de narrar lo afro. Esto puede sonar redundante, pero no lo es. Hasta hace pocos años, sus realidades y sus historias eran contadas mayoritariamente por personas que defendían sus derechos, pero no tenían las raíces afro, algo que no es prohibido o negativo pero que sí condiciona el modo en que se muestran sus formas de vida y sus problemáticas. No por nada han existido encuadres que recaen, con o sin intención, en la estigmatización y nos impiden ser verdaderamente solidarios. “El cine afro ha permitido tener referentes de identidad negros, que demuestran que también somos agentes de cambio social. La gente puede vernos, reconocernos e identificarnos como personas que tenemos talento, que actúan, que escriben, que cantan, que bailan y que han transformado la historia. Por eso la representación importa, así como las vidas negras importan”, afirma la periodista afro Liliana Valencia. Por la paz Esos esfuerzos tienen resultados tangibles, mejorando los caminos en la industria y brindando oportunidades para la transformación directa de las comunidades. Por ejemplo, los organizadores del Quibdó África Film Festival han iniciado un programa de formación en medios audiovisuales con jóvenes de los últimos grados de secundaria de la Institución Educativa Carrasquilla, en la capital del Chocó. “Les enseñamos a escribir un guion, a editar, a filmar, a hacer una posproducción, para que ellos puedan contar sus historias, lo que están viviendo, así sea con una pequeña cámara o incluso su teléfono. Y después tomamos uno, dos o tres cortos que ellos hacen para incluirlos en el festival”, afirma Wilfrid Massamba, director del QAFF y quien espera que del Chocó surjan grandes cineastas. Otro ejemplo es el de la Corporación Carabantú, que desde hace 11 años impulsa un programa de etnoeducación con 400 niños, niñas y jóvenes mayoritariamente afro de seis comunas problemáticas de Medellín. Acompañados por un equipo de artistas, psicólogos y pedagogos, en Carabantú utilizan al cine como su principal medio de transmisión de conocimientos y de formación integral de sus alumnos, brindando esperanza a sus proyectos de vida, algo que no es fácil en una ciudad afectada durante décadas por la criminalidad. El pilar de su labor es la construcción de paz y autonomía. Esto, mediante el desarrollo de habilidades para narrar sus propias historias, de elementos para entender su relación con el territorio y de los valores para ser gestores de cambio. “Nuestros alumnos aprenden sobre fotografía y cine, pero también aprenden lo que es ser afrodescendientes, entendiendo su diversidad, algo que finalmente muestran en sus cortometrajes. Son chicos y chicas que cuentan lo que sucede en los contextos urbanos, mostrando la relación entre su cosmovisión, sus familias y las realidades que viven. Así van creciendo con una consciencia étnica que los convierte en líderes”, explica Ramón Perea, miembro fundador de la Corporación Carabantú. En sus 11 años de trabajo han grabado 25 películas y ya han realizado cinco ediciones del Festival Internacional de Cine Comunitario Afro, abordando temáticas como migración, memoria, identidades, paz e infancia y adolescencia. Esperan seguir recibiendo apoyo y, sobre todo, que se amplíe la visión sobre lo afro, pues, como dice Perea, qué mayor riqueza para Colombia que el narrar desde el ser, desde adentro de las comunidades, para romper estereotipos y dignificarnos.

  • Deambulando por necesidad

    Deambulando por necesidad Juanita Castillo, María José Montoya, María Fernanda Pacheco y Tatiana Sarria, Comunicación Social y Periodismo. Con la pandemia, la tasa de empleo informal en Colombia pasó del 47% en 2019 al 48% en 2020. En municipios como Chía, la situación se agrava por la falta de apoyos por parte del Gobierno y la Alcaldía. Lea también: "Trabaje juiciosa, Sumercé" Luis Eduardo se adentra a la Avenida Pradilla para ofrecer sus productos a los carros que pasan. Luis Eduardo recorre la Avenida con el tiempo medido entre semáforos. Karen viaja desde Bogotá hasta las calles de Chía para ofrecer sus tapabocas. Luis Eduardo se adentra a la Avenida Pradilla para ofrecer sus productos a los carros que pasan. 1/10 En Colombia, en el 2019, el DANE registró una tasa de empleo informal del 47%, lo que equivale a 5,7 millones de personas. Según la misma entidad, con la llegada de la pandemia en 2020 esta cifra aumentó al 48%. Aunque parece ser un aumento mínimo, esto evidencia que es una problemática que ha perdurado a lo largo de los años y cada vez son más las personas que salen a las calles para llevar el alimento a sus hogares , por medio del famoso ‘rebusque’. La informalidad no solo afecta a las grandes ciudades, sino también a los pequeños municipios que las rodean. Los vendedores ambulantes de las calles y semáforos de Chía, municipio ubicado al norte de la capital del país, ha sido uno de los grupos más afectados por la falta de apoyo del gobierno y la alcaldía municipal. Esta problemática no nació con la pandemia, sino que se ha vivido desde años atrás. Como evidencia, en el 2019 el tribunal administrativo de Cundinamarca redactó la sentencia N° 2019-02-29, en la cual declaraba nulo el decreto N°045A de 1993, que prohibía las ventas en las calles del municipio de Chía. En un país como Colombia no es posible que un alcalde pueda limitar el comercio informal y el uso de las calles por parte de ciudadanos que buscan sobrevivir. Si usted pasa por la Avenida Pradilla del municipio de Chía, podría encontrarse con Luis Eduardo Muñoz, quien lleva 6 años trabajando en el mismo semáforo. Sus brazos cumplen el rol de una vitrina, pues son su única herramienta para mostrar las toallas de cocina y los diferentes accesorios para celulares que vende. Ya conoce los tiempos que maneja el semáforo, así que sabe en qué momento debe adentrarse a la vía y en cual debe salir. Cuando se decretó la cuarentena obligatoria fue más complicado llevar el alimento para sus tres hijas y esposa. Luis depositó su confianza en el bono solidario que el gobierno estaba ofreciendo a más de 3 millones de colombianos. Para junio del 2020, según un comunicado emitido por la página de la Presidencia de la República se habían entregado 2.5 millones de bonos, sin embargo, esta ayuda nunca llegó a las manos de Luis. Según el informe de la FLIP llamado Pauta Visible, el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República (DAPRE) gastó 20.807.099.927 entre el 2018 y el 2020 en publicidad oficial. Esto demuestra que se preocupa más por cuidar su imagen por medio de costosas propagandas en los medios de comunicación, en lugar de invertir en estrategias para mejorar la economía y la calidad de vida de los ciudadanos. ¿O sea que sí hay platica para quedar bien ante los colombianos pero no para ayudarlos? En medio del desespero Luís decidió salir un día, en medio de las cuarentenas obligatorias, a su lugar de trabajo, las calles, pero esto le trajo un problema más, ya que la alcaldía le puso una multa de 900.000 pesos que a la fecha continúa pagando. Esta multa se suma a la lista de gastos que puede tener una familia promedio como la de Luis. Es absurdo que se priorice una multa sobre sus necesidades básicas, ya que el arriendo, la comida, los servicios y el estudio de sus hijas no dan espera. Al parecer nuestro gobierno no sabe lo que es la empatía. Hacia el centro de Chía, encontramos a Diana, una caleña que se ha dado a conocer por vender mango, aguacate y, en temporada de cosecha, chontaduro. Al igual que Luis, ella diligenció el formulario para el bono solidario y al no recibir respuesta decidió acercarse a la alcaldía del municipio ; recibió algunas llamadas y visitas, pero las promesas quedaron en el aire. Lo más irónico de la situación es ver cómo tanto el gobierno nacional como la Alcaldía municipal se hacen de oídos sordos cuando las personas solicitan ayuda, pero a la hora de multarlos y llamarles la atención están siempre al acecho. Liz Bella del Carmen quien tiene un carrito de venta de eucalipto, durante el confinamiento tuvo que recorrer las calles de Chía, llegando hasta las puertas de sus clientes, para evitar las sanciones de la policía por incumplir las medidas de bioseguridad. A diferencia de otros vendedores, Liz Bella trabaja de sol a sol debido a que los bonos y ayudas no son una opción, por su nacionalidad venezolana. Si es complicado para los colombianos encontrar el sustento de cada día, imagínense como será para quienes han cruzado todo un país en busca de un nuevo comienzo. No solo tienen que cargar con las faltas de oportunidades sino también con los estigmas y prejuicios que han creado los colombianos alrededor de las personas con nacionalidad venezolana. Adentrándonos en el parque principal encontramos a Karen, una joven que se gana la vida vendiendo productos de lana en las calles de Bogotá, pero a raíz de la crisis ocasionada por el COVID-19, sus ventas disminuyeron considerablemente. Esto la llevó a buscar otras alternativas en Chía, como la venta de tapabocas, todo con el fin de encontrar el sustento para su hogar. A diferencia de las otras historias Karen relata que por ser madre cabeza de familia recibió un mercado que duró apenas 15 días; a la fecha no ha recibido una nueva ayuda. Hay que ser realistas, los mercados suponen un gran alivio para estas familias, pero la prioridad es que el gobierno local y nacional garanticen mejores oportunidades de trabajo. Tal como dice el dicho colombiano “ni hacen ni dejan hacer”. Cada vez es más claro que los vendedores ambulantes no están bajo el radar del gobierno, esto se evidencia en las pocas ayudas que este grupo ha recibido, y en las constantes trabas que se les han impuesto al momento de trabajar. Aquellos que están en los altos cargos solo tienen ojos para sí mismos, gastando millones en publicidad y propaganda, se han preocupado más por intereses privados, en lugar de cumplir con los que debería ser su prioridad, el pueblo. Pero como ya sabemos: al pueblo nunca le toca. Créditos: Redacción: Juana Castillo María José Montoya María Fernanda Pacheco Tatiana Sarria Fotografías: Juana Castillo Tatiana Sarria

  • Unisabana Medios | Audios

    Crónica: Historias de maltrato animal Diego Quiroga y Christian Coronado, Comunicación Social y Periodismo Crónicas sobre dos casos donde los animales terminan sufriendo Ver también: Los invisibles Compartir

  • La cultura europea, una influencia vigente en Latinoamérica

    La cultura europea, una influencia vigente en Latinoamérica Catalina Rubiano Salazar, Comunicación Social y Periodismo Fecha: Las guerras de la historia del mundo han sido detonantes de los movimientos migratorios de ciudadanos europeos hacia Latinoamérica. Lea también: Espero el día en que te pueda ver Compartir Foto: “Hay también quienes (...) más que migrar, huyen”, dijo el periodista Óscar Martínez. Millones de familias escaparon de su realidad para buscar un mejor lugar… así tuvieran que empezar de cero en un país desconocido. El fenómeno de la migración siempre ha estado presente en la historia de la humanidad sin importar el origen ni el destino del viajero. Desde las épocas de colonización hasta el día de hoy el ser humano ha querido ir más allá de sus fronteras. No obstante, unos no lo buscaron, sino que se vieron obligados a hacerlo: reiniciaron su vida en otro país con nuevas costumbres y hasta otro idioma, pero sin olvidar sus raíces. Para nadie ha sido un secreto los estragos que dejaron las diferentes guerras, tanto en los países involucrados como en los colaterales, en ámbitos políticos, sociales y económicos. La situación precaria y la baja calidad de vida en la que se vivía como consecuencia de los conflictos promovieron el desplazamiento en masa no solo internacional, sino a nivel continental. Este fue el caso de la antigua Yugoslavia, disuelta en seis repúblicas independientes: Eslovenia, Croacia, Bosnia Herzegovina, Montenegro, Serbia y Macedonia (y Kosovo, aunque aún no fue reconocida como república internacionalmente). Según el historiador croata Ljubomir Antić en su libro “Los Croatas y América”, las emigraciones masivas de origen europeo comenzaron en los años ochenta del siglo XIX, pues ya había cerca de quinientos mil croatas alrededor del mundo hasta la Primera Guerra Mundial. No hubo una única causa de la emigración, por tanto una conllevó a la otra directa o indirectamente. Aunque la mayoría de casos fueron debido a problemas económico-políticos, en 1910 comenzó la emigración en cadena, es decir, por experiencias de un familiar o amigo que había viajado a América más personas deseaban hacerlo; un pequeño porcentaje de las migraciones fue en su mayoría por capricho que por necesidad. Sin embargo, las familias Frezik ni Brizić hicieron parte de este porcentaje. Ignacio Frezik y Elizabeth Rozeman era una pareja de croatas que decidió salir de su tierra natal, junto a sus tres hijos, por las condiciones en las cuales estaban viviendo luego de la Segunda Guerra Mundial. Katarina Frezik, la hija menor, aunque en ese entonces era muy pequeña, aún recuerda la incertidumbre que cada uno experimentó por el gran conflicto. Katarina, una abuelita de 74 años de edad, con cabello naturalmente plateado, tez blanca y arrugada, contó su historia familiar con orgullo, aunque cuando lo hizo, su rostro reveló expresiones de dolor y angustia de aquellos momentos amargos vividos desde temprana edad. Nació en Croacia terminada la segunda gran guerra, pero cuando apenas estaban iniciando los estragos de esta. Con solo dos años, sus papás tomaron la decisión de dejar su país y fueron trasladados a un campo de refugiados ubicado en Trieste, Italia, en el cual estuvieron aproximadamente cinco años. Allí las mujeres se dedicaron a lavar y cocinar para todos. Los hombres, al trabajo en campos como la construcción o a buscar los alimentos. Durmieron en “algo parecido a una cabaña”, solo que en cada una vivían hasta veinte familias y los espacios estaban divididos únicamente por cortinas. Durante su estadía, la menor de los Frezik recordó que jugaba con los otros niños que estaban allí: “nos gustaba meternos por debajo de las rejas para salir e irnos hasta el campo de prisioneros que estaba al lado (...) solo fui una o dos veces, porque lo que vi ahí nunca se me va a olvidar”, dijo en un tono de disgusto y algo de miedo combinado con angustia. Moviendo la cabeza de un lado a otro y con ojos de desaprobación, siguió: “había esqueletos en fosas con púas (...) eran sitios donde torturaban a los prisioneros”. Transcurridos cinco años, y luego de contagiarse de viruela, la familia Frezik fue trasladada en tren hasta la ciudad de Génova, donde tomaron un barco hacia su nueva vida. Sin embargo, Ignacio y Elizabeth tenían planeado irse para Australia, pero por un error en los papeles, el Comité Católico les asignó Colombia como su destino. “No teníamos ni idea de cómo era Colombia (...) Mis papás pensaban que iban a encontrar indios por las calles”. Pero tras un mes y medio de navegar por el Atlántico y pasar por el canal de Panamá, llegaron a Buenaventura y se dieron cuenta de que no era como se lo imaginaban... ¡habían edificios! Viajaron entonces a Cali y luego, finalmente, llegaron a Bogotá para comenzar desde cero. Tras varios años de arduo trabajo y esfuerzos por aprender el nuevo idioma, los Frezik salieron adelante. Su papá construyó una finca para el entonces Ministro de Fomento, Reyes Martínez; la administró y allí sembró el primer cultivo de fresas en Colombia. Tras la muerte de sus padres, los tres hijos vendieron la finca y Katarina se asentó con su familia en una parte del terreno que compró su padre, el cual le quedó como herencia y donde prepara, en fechas especiales, algunos platos típicos de su tierra natal manteniendo vivo el legado de sus antepasados. Además, allí montó su negocio “El fresal” con el cual han obtenido el sustento diario. Pero la familia Frezik no es la única en Latinoamérica que deleita aún el sabor croata, pues, en Chile, Davor Andrés Brizić Seguich también lo hace. Davor, de descendencia croata-sueca, nació en Chile hace 64 años. Su papá salió de Croacia y buscó refugio en el país costero en 1914, pues familiares y conocidos se encontraban en Chile, cuando tenía entre catorce y quince años; apenas iniciaba la Primera Guerra Mundial. Allí conoció a su esposa, también chilena, pero proveniente de una colonia entre un croata y una sueca establecida en este país, y conformaron su familia. Davor, a pesar de no nacer en Croacia y de hablar español con acento chileno, posee la cultura del país eslavo muy arraigad. Además, tiene una cuenta de Instagram @davorcocinacroata, por la cual se puede llegar a pensar que es nativo croata por sus publicaciones. Comentó que su nana y sus papás nunca se desapegaron de sus raíces y se las transmitieron a él y a sus hermanos. Desde pequeño comía los platos típicos croatas, pero desde hace cuatro años halló en ellos su pasión, convirtiéndose en uno de los mayores exponentes de la gastronomía del país yugoslavo en Latinoamérica. Contó entre risas que a su esposa no le gusta mucho eso, pero que lo acompaña y lo apoya. Además, las familias de inmigrantes en Chile, e inclusive en Perú, Brasil, Colombia, Ecuador, entre otros países, le han pedido preparar “onces o cenas croatas para las reuniones”, manteniendo la herencia y cultura de su país de origen viva entre las generaciones: “así sea un niño pequeño que nunca haya comido los platos típicos, le doy a probar, porque tiene que conocer de dónde viene (...) todos quedan fascinados”. Como se mencionó anteriormente, no solo fue la antigua Yugoslavia la cual vivió los estragos de las guerras, sino la mayoría de países, entre estos, España. De una manera abierta y gentil, y con un hablar que hace pensar en la costa, Ildefonso Castán contó con orgullo la historia de su padre, Vicente Castán Fechán, nativo español, pero de corazón colombo-venezolano. Vicente salió de España, tras vivir las consecuencias de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial que azotaron a su país, a buscar un nuevo mundo. “Él quería venirse a América (...) al final escogió Colombia, porque le atraía muchísimo el llano (...) eso fue lo que lo motivó a él”, recordó entre risas Ildefonso. Llegó a Colombia en 1960 con 33 años, primero a Cartagena. Allí se encontró con varios amigos, y luego a Bogotá, donde halló una posada en la cual daban albergue a españoles inmigrantes. Vicente, en España, trabajaba como dibujante técnico, y a pesar de la situación de su país “no estaba pasando por una necesidad económica (...) él viajó por aventura”, es decir, Vicente sí hizo parte del pequeño porcentaje que viajó por capricho. En Bogotá consiguió trabajo durante tres años en una fábrica de cajas donde conoció a su esposa, con quien duró cincuenta años casado y tuvo 3 hijos. Luego empezó a trabajar en la industria farmacéutica y, por el cargo que tenía, en 1974 lo trasladaron a Caracas,Venezuela donde pasó el resto de su vida junto a su familia, y, aunque nunca conoció los llanos colombianos, falleció, en 2010, con el corazón enamorado de Venezuela y Colombia. Su esposa, hijos y nietos obtuvieron la nacionalidad española por consanguinidad manteniendo así su legado y herencia. Según la información que logró recolectar el Archivo General de la Nación de Colombia de la “documentación relativa a inmigrantes extranjeros, tanto de parte del ‘Ministerio de Relaciones Exteriores’ (Visas y Cartas de Naturaleza) como de ‘Migración Colombia’ (Expedientes de Extranjeros) no es posible saber la cifra exacta de inmigrantes europeos en Colombia en las épocas de posguerra. No obstante, “de acuerdo con los inventarios existentes, hubo 119.188 inmigrantes europeos entre 1914 y 1970”, buscando refugio - o aventura - en Latinoamérica. El doctor en Antropología Social Jacques Ramírez sostuvo que los países del cono sur tenían políticas estrictas o manejaban un aperturismo segmentado hacia los viajeros europeos, es decir, no aceptaban a todos los migrantes. Colombia fue uno de los países que más se conoció por su no-apertura a extranjeros, pero Ramírez explicó que fue porque estas oleadas de migrantes ocurrieron al mismo tiempo que los periodos de violencia en el país, así que “el país no estaba interesado en recibir refugiados”. El factor común que tuvieron los Frezik, Castán y Brizic, para establecerse en América del Sur, fue que contaron con ayuda de una organización, como el Comité Católico, de amigos o conocidos que ya se encontraban residiendo en los respectivos países, para comenzar un nuevo capítulo en sus vidas. Así, aún después de más de setenta años de los diferentes conflictos que los hicieron emigrar de sus tierras, fueron capaces de vivir para contarlo, y que parte de su cultura europea aún viva en el cono sur.

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    Incertidumbre para emprendimientos colombianos Fatme Sahara Deirani Prieto, Comunciación Social y Periodismo Tras la pandemia, restaurantes del Centro Comercial Centro Chía entraron en quiebra y, al no poder aplicar a las ayudas del Gobierno, tuvieron que tomar decisiones drásticas. Ver también: ¿Cómo va la reapertura económica en Colombia? Compartir

  • Relatos que construyen: La región desde lo no-hegemónico

    Relatos que construyen: La región desde lo no-hegemónico Unisabana Medios Para las minorías, el proceso de reivindicación y lucha frente a los grupos dominantes en una sociedad es una constante. El enfrentamiento diario contra un sistema estructuralmente discriminatorio ha dificultado que sus historias sean de común conocimiento, marcando así el destino para su incesante batalla por la creación de ambientes seguros y diversos. Este reportaje hace parte del especial multimedia "Iberoamérica: Un cuento colectivo", realizado en marco del 11° Festival Gabo. Ver también: Iberoamérica: Un cuento colectivo Compartir

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